Si hay una de las expresiones de coaching tan odiosa como práctica es la de “soltar”.
Soltar expectativas, soltar el pasado, soltar miedos, soltar pensamientos tóxicos, soltar todo lo que escapa a nuestro control, no podemos cambiar o simplemente nos hace daño.
Porque al aferrarnos y seguir dando vueltas en un laberinto sin salida, lo único que conseguimos es frustrarnos y sufrir innecesariamente y de forma totalmente estéril.
En el ámbito laboral, son muchas las personas que se agarran con uñas y dientes a sus puestos, aun cuando éstos les hagan profundamente infelices y les conviertan en máquinas insufribles de queja constante.
También hay muchas personas que, una vez son relevadas de sus cargos, se desgastan dando vueltas y vueltas al por qué de tal acontecimiento. Lo que les lleva indefectiblemente a la culpa, la tortura mental y el deterioro de su autoestima. Debo decir, sin ánimo de ser generalista ni de caer en clichés, que en este último grupo (en el que me quiero centrar hoy), la mayoría suelen ser mujeres.
Desgraciadamente, en los últimos tiempos hemos sido testigos de mucho sufrimiento por incomprensión que ha resultado en cuestionamientos a nivel estructural de la valía de muchas mujeres estupendas en los sectores corporativos más variados.
Mujeres que se han roto la cabeza pensando: “¿por qué? ¿qué he hecho mal? ¿qué hay de defectuoso en mí? ¿soy peor que los demás?” como consecuencia de un despido/downgrade/demotion (aunque la situación suele ser exactamente la misma con las rupturas sentimentales). Muchas de ellas, en algunos casos, han ido un paso más allá intentando apelar (de forma muy naive y totalmente infructuosa) a la sensibilidad de sus empleadores para que les ayuden a entender o a mejorar o a reconsiderar cuando ya no hay vuelta atrás.
Y aquí, no sólo apelo al soltar y al mirar hacia adelante con ilusión y en búsqueda de nuevos retos profesionales (sin permitir nunca que nuestra auto estima se base en las opiniones ajenas o en las circunstancias temporales), en vez de seguir intentando entender algo que ya está acabado.
No. Aquí me siento inclinada a tirar de otro personaje literario como ejemplo en momentos de inseguridad personal.
Otra heroína. Pero mucho menos soñadora, dulce, suave o “políticamente correcta” que Jane Eyre, Lizzy Bennet, Jo March, Úrsula Iguarán, Tita o cualquiera de las protagonistas de las novelas de Henry James.
Y me refiero, como no, a Scarlet O’Hara, que lejos de hundirse por sus “fracasos” o titubear ante los personajes aparentemente más poderosos o fuertes que ella (como sí hacía Blanche DuBois, el otro gran personaje literario interpretado por Vivian Leigh), se crecía como una auténtica superviviente, haciendo alarde de un gran amor propio (a veces, eso sí, rayando el egoísmo).
Este tipo de mujeres han sido muchas veces acusadas de ser poco femeninas y caricaturizadas al máximo en películas como “Johnny Guitar”, “Encubridora”, “La loba” o muchas otras protagonizadas por Bette Davis, Joan Crawford, Katherine Hepburn….
Y no sólo eso.
También de ser las que “siempre acaban solas” (lo que, en el mundo laboral, equivaldría a relegadas a segundonas), como le decía Jaqueline Bisset a Candyce Bergen en “Ricas y famosas”. Porque parecería que ése es el precio que hay que pagar por desafiar cualquier versión moderna del código Hays.
Pero, afortunadamente, esto no siempre es así (de hecho, cada vez menos). Y a todas las personas (mujeres en su mayoría, pero también hombres) que un despido, una no promoción, o una mala crítica les hace tambalear les diría que soltaran (“a otra cosa mariposa”, en un lenguaje mucho más coloquial y nada de coaching).
Y que recordaran siempre (pegándose fotos en la nevera, como Bridget Jones, si es necesario) a Scarlet y su “a Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre…”.
Pero sobre todo ese “ya lo pensaré mañana”, que tiene la dosis justa y necesaria de frivolidad. Y que ese mañana nunca llegue.
Ha granizado, mala pata y un gazpacho fresquito.