Más que los hechos concretos del pasado, especialmente si éste es lo suficientemente lejano, lo que recuerdo con total nitidez son las sensaciones de determinados momentos.
Recuerdo como si fuera ayer el asombro que sentí cuando, en un viaje creo que a Salamanca con mis padres, vi en un escaparate por primera vez en mi vida un reloj digital. Cómo aparecían y desaparecían, haciendo de segundero, los dos puntos que separaban las horas de los minutos. Debía de tener yo 7 u 8 años, es decir, alrededor de 1975.
En aquella época la televisión era en blanco y negro y había sólo dos canales (más bien uno y medio): TVE1 y TVE2 o UHF (ni idea del por qué de estas siglas «técnicas»), que empezaba pasadas las seis de la tarde.
El color se fue introduciendo paulatinamente, sólo en algunos programas, y en la penúltima página del ABC, donde siempre consultábamos la programación, se especificaba qué programas eran emitidos en color. Uno de ellos era el Telediario. La sensación de absoluto encantamiento ante la tele en color es difícil de expresar con palabras, especialmente el azul del mar en los mapas del tiempo de Mariano Medina. Era como entrar en una nueva dimensión.
Unos pocos años más tarde, no muchos, la misma sensación la sentía al ir al Pabellón de Deportes de la Ciudad Deportiva del Real Madrid a ver los partidos de baloncesto. El parqué marrón oscuro, las líneas amarillas, las canastas colgadas del techo, los focos,… toda la atmósfera de la cancha. Lo escribo pero realmente no lo puedo transmitir. Es una mezcla de sorpresa y asombro como sólo los niños pueden tener, mucho más los de aquella época que, como la televisión, todavía era muy en blanco y negro.
Cuando hoy en día veo la tele, voy a un partido de baloncesto o miro la hora en un reloj digital, no noto nada especial. Lo veo todo con mis ojos de 2018. Pero si quiero, soy capaz de recordar mis sensaciones de entonces y verlo todo desde la misma perspectiva de aquellos años.
Soy capaz de reproducir la sensación de asombro de entonces, como si viajara en el tiempo y pudiera traer a aquel niño de los años 70, pre-relojes digitales y pre-TV en color, a hoy en día.
Puedo ir un día aburrido y cansado conduciendo el BMW 535 del Santander por la M40 y, si así lo elijo, puedo recordar la sensación de excitación, alegría y disfrute total cuando me ponía a los mandos del Seat Ronda de la autoescuela. Y entonces todo cambia. Entonces paso de odiar el coche a disfrutar de la sensación de conducir por primera vez.
Este pequeño ejercicio proustiano de recordar mis primeras sensaciones basta para reajustarme, recuperar mi capacidad de asombro infantil y, como Juan Salvador Gaviota, elegir darme cuenta de que no estoy dando vueltas en el aire buscando comida sino ante la maravillosa sensación de volar libre sobre el mar.