A David siempre le gustó el piano. Cuenta la leyenda que ya lo tocaba antes de aprender a hablar, y no porque en su familia fueran especialmente aficionados a la música. Su abuela tenía en su casa un sencillo piano de pared que, cuando murió, le tocó al padre de David en el reparto de la herencia.
Nadie en casa de David le hacía mucho caso al piano y, quizá por eso, dejaban que el niño lo aporreara a su gusto desde que era prácticamente un bebé. No se sabe si como consecuencia de haberse familiarizado con el instrumento desde tan pequeño o por cuestiones innatas, el hecho es que David tenía mucha facilidad y mucho oído. A partir de los cuatro años, de manera autodidacta, comenzó a tocar sus canciones infantiles preferidas.
Primero con la mano derecha. Sólo la melodía. Luego, empezó a acompañarse con un dedo de la mano izquierda tocando la nota dominante que correspondía en cada momento. Para cuando David cumplió seis años ya tocaba perfectamente y con acordes todas sus canciones preferidas.
A los ocho años era el centro de todas las reuniones familiares. A David le ponían cualquier canción y él la reproducía instantáneamente en el piano. A él le encantaba. Era un juego y encima se sentía especial y admirado por todos.
Una tarde, recién cumplidos los nueve años, sus padres se encontraron a David tocando la Suite número 3 en re menor de Bach. Decía que la había oído en la radio volviendo del colegio en el coche del padre de su amigo Pablo y que le parecía muy chula. Sus padres al fin se cayeron del guindo y, por primera vez, tomaron conciencia de que su hijo, quizá, era verdaderamente especial. Lo llevaron a una escuela de música que les recomendó su vecino, el padre de Pablo, éste sí un melómano empedernido.
Tras observar y escuchar a David, los expertos se llevaron las manos a la cabeza, preguntándose a qué clase de padres le puede pasar desapercibido un talento de esa naturaleza. Deberían haberlo llevado a la escuela de música mucho antes. Según ellos, el chico era un portento, poseía un don descomunal.
A partir de ahí, dos horas todas las tardes después del colegio en el CARM de Madrid (Centro de Alto Rendimiento Musical). Para David no representaba ningún esfuerzo o sacrificio. Al revés, siempre estaba deseando que acabaran las clases para ir al Centro a tocar el piano. Para él seguía siendo un juego que disfrutaba muchísimo.
A los 11 años ganó el premio nacional de interpretación para menores de 12 años. A los 13, tocó el concierto del emperador de Beethoven en el Teatro Real con la Orquesta Nacional de España. No se trataba de un concierto para jóvenes ni nada parecido. Era para adultos. Con todas las de la ley. David era una sensación.
A los 14, la familia tomó la decisión de aceptar una beca de la Universidad de Música y Arte Dramático de Viena y mandar para allá a David. Mucha gente continuaba hablando de sacrificios: cambiar de ciudad, poner los estudios en un segundo plano, muchas horas diarias de práctica,…
A David, sin embargo, nada de eso le importaba. Al principio le costó vivir separado de sus padres y de su hermana Julia pero pronto se acostumbró y, además, cada poco iban a verle. Para él todo seguía siendo un juego y ya iba descubriendo que, además de juego, la música y el piano se estaban convirtiendo en su gran pasión. Le encantaba practicar, la sensación única de interpretar en público, la posibilidad de relacionarse con otros chicos músicos como él, de sentirse comprendido. Todo lo veía como una gran suerte. Su naturaleza optimista le ayudaba a ver siempre la botella medio llena.
Pasaron los años y David siguió acumulando premios y distinciones. Llegaron las primeras entrevistas, los primeros contratos. Coincidiendo con la mayoría de edad tocó en el Royal Albert Hall de Londres. A los 23, David era una estrella mundial y su figura comenzaba a trascender el ámbito de la música clásica.
Tenía la agenda cerrada durante los siguientes años para tocar en los templos sagrados de la música de todo el mundo. Le llovían los contratos, los patrocinios, las peticiones para aparecer en programas de televisión, los divos de la ópera le proponían recitales conjuntos, incluso las estrellas del pop querían tocar junto a él. Su familia estaba orgullosísima, sus amigos presumían de conocerle. Los simples conocidos no tan amigos, también.
David era un verdadero apasionado de la música. Lo que acabó siendo su profesión nunca dejó de ser un hobby, lo que siempre le gustó hacer desde pequeño. Nunca le importó especialmente el dinero y, desde luego, en ningún momento supuso la más mínima motivación para él. A los 28 años, en la cúspide de su carrera, David era inmensamente rico.
Muy poco tiempo después, a los 32 años, comenzaron las primeras críticas. A los 33 cada vez más voces se alzaban para recomendarle que se retirara a tiempo. A los 34, la prensa que, tan original como siempre, lo había bautizado como el “Rey David” decía ahora que “finalmente el Rey David había sucumbido al inexorable Goliat del paso del tiempo”.
Él pensaba que tocaba como siempre o incluso mejor, tras tantos años de práctica y experiencia pero la crítica era implacable: los mismos que lo habían ensalzado durante tantos años decían ahora que su música ya no era la de antes y que ya no podía compararse con los nuevos jóvenes talentos.
Los focos desaparecieron, los conciertos, los contratos y, lo que era mucho peor, el interés del público. A nadie la interesaba ya escuchar a David. Valoraban su carrera y su contribución. Tenían sus grabaciones. Hablaban de él con respeto, pero en pasado. David era ya el pasado. Si quería podría alargar su carrera unos años en plazas de segunda pero nunca volvería a tocar con la filarmónica de Berlín.
Anunció su retirada en una rueda de prensa multitudinaria con 35 años. Recibió muchas muestras de cariño y respeto. Le concedieron premios honoríficos a toda su carrera. Hasta el momento había tenido una vida de ensueño. Aun ahora era tremendamente joven, tremendamente rico, tremendamente respetado, tenía una familia que le quería y una novia atractiva que lo adoraba.
El hasta entonces apasionado, vitalista y optimista David, se volvió triste y taciturno. Y cayó en una depresión de la que tardó años en salir. Nunca volvió a ser el de antes.
En el mundo de la música clásica no suele suceder que pasados los 30 te retiren por viejo. Al contrario, los grandes intérpretes suelen disfrutar de larguísimas trayectorias hasta prácticamente morir encima del escenario si así lo desean.
Como el avezado lector ya habrá intuido, he elegido este ejemplo para ilustrar lo que debe sentir un deportista de élite, al que, aquí sí, le pasa exactamente lo mismo que a nuestro David cambiando las teclas por el balón o la raqueta. Y en mucha mayor medida en tanto que su impacto mediático llega a mucha más gente y son considerados en no pocas ocasiones como superhéroes o semidioses.
Preguntas para el lector que discutiremos en un próximo post:
¿Entiende la amargura de David?
¿Entiende que haya caído en depresión?
¿Es un niño mimado que no sabe valorar la suerte que ha tenido y sigue teniendo en la vida?
¿No es un insulto para los mineros, los camareros, los oficinistas grises que odian su trabajo y al que están atados de por vida, y eso en el mejor de los casos, para pagar la hipoteca y el colegio de los niños?
Profesionales y empresarios de éxito ¿no sacrificarían la mitad de su patrimonio por vivir al menos una vez en la vida una noche de estreno como las de David en el Metropolitan Opera House de Nueva York, por jugar y ganar una final de la Champions League, de Wimbledon o de los Juegos Olímpicos, por experimentar la sensación de recibir esos aplausos de un público entregado, por tocar la gloria con los dedos al menos una vez?
¿Cómo se atreve David, que además de haber tenido años de todo eso, es joven y millonario, a deprimirse?