Este fin de semana he estado trabajando en coaching de equipos, orientado a, nada más y nada menos, que establecer relaciones conscientes e intencionadas en los diferentes ámbitos de nuestras vidas.
Un reto complicadísimo que pasa por abandonar la actuación por default, eliminar los triggers que nos disparan y manejar de un modo exquisito meta-habilidades como el respeto, el compromiso, la colaboración, la democracia profunda, la indagación, la consciencia, etc.
En resumen, se trata de dejar de permitir que las emociones nos manejen y empezar a ser nosotros los que las manejemos a ellas, en dirección al objetivo que tengamos en cada una de nuestras interacciones con otras personas (“¿quién quiero ser en este grupo/relación?”, que equivale al “¿quién quiero ser?” que nos preguntamos en coaching individual de plenitud).
En este sentido, debemos apoyarnos en la inteligencia de los sistemas relacionales, que va un paso más allá de la inteligencia emocional (reconocimiento, conocimiento y expresión de las propias emociones) o de la social (reconocimiento, expresión y empatía con las emociones del otro). La inteligencia de los sistemas relacionales es la capacidad de verse a uno mismo como miembro de un grupo de personas independientes con un objetivo común.
Es decir, reconocer que, más allá del tú/vosotros o del yo, existe una tercera entidad (nosotros/nuestra relación) con sus propias necesidades y hasta con sabiduría propia para ver lo que nosotros, desde nuestros puntos de vista (e incluso desde el del otro/s – haciendo un esfuerzo ímprobo para salir de nuestros zapatos) no somos capaces de ver.
Para desarrollar la inteligencia de los sistemas relacionales el primer paso es dominar la comunicación con los otros (y hasta con nosotros mismos, ¡que somos también un sistema!).
Como en posts anteriores, vuelvo a subrayar la importancia de las palabras, que a menudo son cárceles y nos esclavizan (limitando nuestro marco de percepción, nuestra interpretación de la realidad – “el mapa no es el territorio ni el nombre la cosa” / “hacemos el lenguaje que nos hace”), pero que siempre tienen un gran poder. Para bien (palabras motor: posible, siempre, y, bien…) o para mal (palabras freno: imposible, nunca, pero, mal…).
- Gottman, especialista en coaching de relaciones, identificó 4 toxinas altamente negativas en la comunicación:
1) la culpabilización (ataque, acoso, dominación, a menudo acompañada de determinismo y generalización: “tú nunca…”, “tú siempre….”);
2) la victimización (que no es sino otra forma de culpar al otro o des-responsabilizarse);
3) el amurallamiento (bloqueo de la comunicación, distanciamiento radical, no explicado y a menudo “frío”, retraimiento, pasividad, retención, falta de compromiso); y
4) el menosprecio (ataques personales, sarcasmo, humor hostil, tono irrespetuoso y degradante, etc.).
Según Gottman, esta última toxina es, sin duda alguna, la más nociva. Y no sólo habla de graves problemas de ego del que la utiliza (la necesidad de demostrar que se sabe más o se es más que otro no es sino sinónimo de una debilidad o falta de autoestima mucho más profunda), sino que puede llegar a tener impacto físico (generación de hormonas que dañan el sistema inmunológico). Tanto en el que da ese tratamiento, como en el que lo recibe.
Sin duda alguna, todos hemos utilizado más de una vez estas toxinas en nuestras interacciones, sin mayores consecuencias (lo cual no quiere decir que no sea necesario, o al menos ideal, eliminarlas). El problema está cuando dichas toxinas forman parte de nuestra comunicación diaria, cuando son nuestro default.
Es en esos casos cuando el sistema (del tipo que sea) puede verse irreversiblemente dañado y acabar “muriendo”. En el mundo empresarial, por ejemplo, una comunicación tóxica erosiona el rendimiento del equipo y aumenta la rotación del personal.
Y sería tan “fácil” como:
1) Antes de generalizar: contextualizar, observar, medir el impacto de nuestras palabras culpabilizadoras, y sustituir la crítica por la queja (y su deseo subliminal).
2) antes de ponernos a la defensiva: considerar la opción de que el otro tenga al menos un 2% de razón.
3) Antes de “desaparecer”: detenernos a pensar en la razón detrás de nuestra imposibilidad de dialogar. “Ventilarnos” individualmente (time up), y promover el diálogo abierto una vez gestionado el “desbordamiento” emocional.
4) Antes de minar al otro, recordar que el respeto se da, no se gana, y que negarlo al otro sólo habla de carencias propias. No es solo el famoso “be kind vs. be right” de Wayne Dyer. Es mucho más que eso, pues el menosprecio jamás es fruto de una superioridad real, sino fingida.
En todos estos casos, y más allá de los “antídotos” concretos a cada una de estas toxinas, lo que sin duda restaura la comunicación son las actitudes positivas, como los comienzos suaves, el sentido del humor, la normalización, las ofertas de reparación, la capacidad de diálogo o la apertura a la influencia.
Una vez más, remedios “de perogrullo” que todos “sabemos de sobra”, pero que olvidamos a diario (como certifican todo tipo de estadísticas de satisfacción laboral, entorno y cultura corporativa, y hasta las tasas de divorcio).
Porque realmente la base de todo es QUERER. Querer cambiar, querer mejorar, querer que funcione. Nuestra relación con nosotros mismos, nuestra relación con los demás, nuestra vida.
Y si QUEREMOS tener un control total y absoluto de nuestro lenguaje verbal y no verbal para que sea siempre consciente e intencional, sin duda alguna PODREMOS liderar con éxito nuestros sistemas relacionales.