1
Cuenta José Luis de Vilallonga en sus memorias que cuando estaba rodando Desayuno con Diamantes, concretamente la escena en que su personaje, José, acude a una fiesta en el apartamento de Audrey Hepburn, Blake Edwards le dijo:
- José Luis, siendo un aristócrata, y con lo que fumas, seguro que tienes un encendedor o una pitillera de oro ¿no?
- Una pitillera, aquí la tengo. Mira, oro de 24k.
- Muy bien, pues la llevas mañana a la escena del apartamento.
Al día siguiente, en el set de rodaje, José Luis se coloca detrás de la puerta y cuando Edwards grita “acción” entra en el apartamento, saluda y saca su pitillera. En ese momento suena la voz del director:
- ¡Corten! José Luis, ¿qué haces?
- Nada, sólo sacar la pitillera, como me dijiste ayer.
- No te lo dije para que la sacaras. Sólo para que la llevaras en el bolsillo.
- No entiendo…
- Un hombre con una pitillera de oro en el bolsillo no se mueve igual que si no la lleva.
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2
Pierre Ménard es un personaje de un relato de Jorge Luis Borges incluido en su libro Ficciones (1944). Lo que pretende Ménard es volver a escribir el Quijote de Cervantes, pero no una versión ni una actualización ni una traducción: lo quiere reescribir literalmente igual, palabra por palabra y coma por coma, pero sin copiarlo. El resultado final sería una obra idéntica en todo a la original.
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3
Imaginemos una máquina o instrumento que nos fascine desde el punto de vista estético: para unos puede ser un coche (un Ferrari, un Aston Martin…); para otros un instrumento musical (un Stradivarius, una Fender Stratocaster,…); o un reloj (Rolex, Patek Philippe,…). Ahora imaginemos al lado del original elegido, uno exactamente igual, irreconocible a simple vista, pero completamente vacío por dentro. Estaríamos ante un coche que no anda, un instrumento al que no se le puede sacar un sonido y un reloj incapaz de dar la hora.
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El José Luis de Vilallonga con pitillera es irreconocible del que no la lleva. Sin embargo, Edwards estaba convencido de que en la pantalla sí se notaría la diferencia.
El Quijote de Ménard es indistinguible del de Cervantes. Sin embargo, uno es una obra maestra y el otro una mera reproducción grotesca sin el más mínimo valor.
Si nos gusta el Ferrari es porque sabemos que es una obra de ingeniería perfecta, porque sabemos que puede volar a 300km/h. Nadie se daría la vuelta para mirarlo si supiera que es una carcasa de hojalata vacía por dentro, por más que la falsificación lo hiciera indistinguible del original en un concesionario.
Se suelen alabar, y con razón, virtudes como la humildad o la modestia. Sin embargo, la vanidad que todos llevamos dentro en mayor o menor medida puede ser muy útil utilizada como instrumento y de forma controlada.
Cualquier persona que sale a dar una conferencia ante un auditorio repleto de gente, o que tiene que defender su tesis doctoral ante un tribunal, o hacer una presentación al Consejo de Administración de su empresa o ante un grupo de inversores, o un cantante de ópera, un futbolista,… necesita, siquiera tácticamente, la vanidad suficiente para salir confiado, seguro de triunfar y de comerse el mundo.
Los límites de la confianza personal pueden llegar a difuminarse en situaciones de estrés como las mencionadas. La humildad, que en circunstancias normales, digamos en estado de reposo, es una cualidad que denota sentido común y pies en la tierra, en este tipo de situaciones puede acabar transformándose en apocamiento, nervios y, finalmente, fracaso.
Un minuto antes de salir al escenario (cualquiera que éste sea para nosotros) tenemos que decirnos que somos los mejores, que podemos con todo y que todo acabará bien. El puedo porque creo que puedo de Carolina Marín.
Necesitamos llevar esa pitillera de oro en el bolsillo, aunque esté construida de vanidad, agresividad e incluso arrogancia, que nos permita afrontar el reto con la confianza, relajación y seguridad necesarias.
Eso sí, acabada la función, no debemos olvidar guardarla otra vez en el cajón, hasta la próxima. Se trata de tener inteligencia emocional pero en este caso aplicada a nosotros mismos, de conocernos muy bien y utilizar nuestros sentimientos, incluso los negativos o de los que menos orgullosos nos podamos sentir, de forma táctica en nuestro beneficio.
Como intuía el gran Blake Edwards, a veces el hábito sí hace al monje.