Hoy quiero rendir homenaje a las personas buenas, a las personas sencillas, humildes y sin pretensiones que, algunos pocos, tenemos la suerte de conocer de cerca.
En un mundo lleno de pequeñas frustraciones, de mezquindades de baja intensidad y que se justifican por el miedo a no poder pagar la hipoteca, de pronto aparecen seres luminosos que brillan por su valentía y su libertad.
Personas triunfadoras con mayúsculas, que pasan por la vida sin hacer ruido, pero dejando una estela atronadora tras de sí. Personas que viven como quieren, sin dar ni pedir explicaciones, sin someterse a las expectativas absurdas de una sociedad muy pobre en creatividad y de miras muy limitadas. Una sociedad que necesita etiquetar, encasillar y que, atendiendo a mis palabras, concluiría que en este caso hablo de alguien que no se ajusta a según qué cánones tradicionales.
Error. Nada más lejos de la realidad.
Porque la persona de la que hablo en este momento ha sido un padre, hijo, hermano, esposo, amigo y ciudadano ejemplar. Y no sólo eso, sino también un hombre dotado de un increíble don para la música, una enorme inteligencia y una cultura y sabiduría producto de su curiosidad infinita.
Enrique Fernández Díaz, hermano de Roberto, falleció el pasado fin de semana de forma abrupta e inesperada, siendo aún demasiado joven y con mucho todavía por dar. Porque Enrique (Kiki, para sus seres queridos), ante todo, daba (y se daba). Daba paz. Daba alegría. Daba bondad. Daba ejemplo.
Ojalá pudiera encontrar la forma de mitigar el dolor por la pérdida que han sufrido todos los que le querían. No tengo forma humana de hacerlo. Excepto compartir con todos nuestros lectores una de sus composiciones musicales que habla por sí sola. Del genio musical pero, ante todo, del alma sensible y extraordinario ser humano que demostró ser durante toda su vida. Como dijo Bach, y él mismo repetía, no hay que llorar su muerte, pues él, su esencia, su espíritu, se han ido al lugar donde nació la música.