I want it all, and I want it now

Hoy me toca escribir sobre la auto-exigencia. Y digo me toca, porque es un tema que ha salido en varios contextos diferentes dentro y fuera del coaching en los últimos días.

Pero no quiero caer en el típico post sensiblero y compasivo sobre el tema (y mira que me he estado documentando estos días con buen material). Porque, no sólo estoy algo mordaz hoy sino que, además y principalmente, creo que muchos autoexigentes necesitan un poco de caña.

Y me explico. La auto-exigencia es, junto con el perfeccionismo, la auto-crítica y cierto grado de impaciencia, el clásico defecto que todos decimos en las entrevistas de trabajo.

Porque claro, no lo vemos como un defecto, sino como una virtud disfrazada. No nos conformamos, siempre estamos dispuestos a buscar una mejor versión de nosotros mismos y de nuestro trabajo, no descansamos nunca y no caemos en el conformismo o la autocomplacencia. Y bla, bla, bla.

Bueno, hasta ahí tiene un pase y yo soy la primera que hablo siempre de seguir creciendo y  aprendiendo.

El problema es cuando nos pasamos de rosca y perdemos completamente el norte. Cuando convertimos los retos, las metas y los sueños en auténticas obligaciones de las que nos hacemos esclavos. Cuando nos volvemos inflexibles. Cuando nunca es suficiente. Cuando el inconformismo se convierte en insatisfacción continua . Cuando “perseguir un objetivo” deja de ser divertido.

Cuando ya no competimos con nosotros mismos, sino con el resto de los mortales. Y ya no se trata de hacer un buen trabajo, un buen examen, un buen partido, un buen proyecto… sino de ganar, de ser valorados, de demostrar “al mundo” y a nosotros mismos que somos los mejores y que podemos machacar a cualquiera.

Y en ese momento se corre el riesgo de entrar en una espiral de control obsesivo, de miedo a delegar, de terror al fracaso, de paranoia, de angustia y de autodestrucción, que no sólo nos impedirá disfrutar de nuestro trabajo y de nuestra vida, sino que afectará muy negativamente a las de todos los que nos rodean (compañeros de trabajo, subordinados, jefes, profesores, alumnos, pareja, hijos, amigos…). Porque la misma exigencia que nos aplicamos a nosotros mismos la trasladamos a los demás. Y, sobre todo, porque detrás de ese comportamiento lo que hay es una tremenda inseguridad y una bajísima autoestima. Dos problemas con los que es difícil convivir.

Ese es el diagnóstico (sí, a mi entender, que he sonado algo pretenciosa). Pero, ¿cuál es la cura?

También a este respecto hay mil y un artículos médicos, psicológicos, etc. que se refieren a herramientas tales como: (i) el aprendizaje y práctica de la tolerancia, la empatía o la aceptación; (ii) el manejo de la frustración; (iii) la gestión de expectativas (realistas vs. irrealistas; corto plazo vs. largo plazo; etc.)…

Todas ellas son muy válidas e importantes.

Sin embargo, la que a mí más me gusta es a la de volver al origen, al propósito, al momento cero. Porque la transformación de las personas, y yo diría que su éxito, ocurre cuando empiezan a apasionarse con una idea. Desde el momento en que comienzan a soñarla, a darle forma en sus cabezas. Ése es el origen del cambio, el motor que nos hace avanzar. No la meta en sí. Sino el desearla con todas nuestras fuerzas, él sentir auténtica ilusión y entusiasmo por conseguirla.

Si perdemos la pasión que sentimos ante ese sueño, nos dará igual alcanzarlo (probablemente por los motivos incorrectos: cabezonería, orgullo, necesidad de demostrar algo…). Porque el auténtico tesoro era la semilla y no tanto la flor.

Así que sí, la meta es el camino. O, mejor, como dijo Henry David Thoreau :  “lo que consigues con el logro de tus metas no es tan importante como en lo que te conviertes en el camino al logro de tus metas.»

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