Ni Pedro Sánchez, ni la muerte de Simon Peres, ni la inauguración del mayor telescopio del mundo en China, ni el debate Clinton-Trump, ni el centenario de Freud.
El divorcio de Brangelina. Está por todas partes, en todos los periódicos “serios” (y no sólo en la prensa amarilla, que, btw, le debe su nombre a “The Yellow Kid”, protagonista de las luchas Pulitzer-Hearst…), y parece que es lo único que importa. Los detalles, las especulaciones, los rumores y muchas más cosas bastante lamentables.
Pero lo que ha llamado mi atención es que, desde que esta “noticia” salió a la luz, me he topado con miles de artículos sobre el matrimonio. Artículos de coaching, columnas de opinión, estudios estadísticos…
La tónica común de todas esas fuentes es que el matrimonio es, no sólo “deporte nacional” (España es uno de los países con mayor índice de matrimonios) sino, sobre todo, la principal causa de divorcio. Es decir, de ruptura (era un juego de palabras medio gracioso el que quería hacer…).
Según el INE, aunque las estadísticas son deprimentes (el crecimiento anual de divorcios es del 6% vs. 2% del de matrimonios), la gente sigue emperrada en “oficializar” su relación.
Y no siempre (y de ahí los “fracasos” posteriores) por las razones “correctas”. Si hace apenas 200 años eran la presión social / cultural y/o los mitos románticos los que llevaban a las parejas a dar ese paso, hoy, en el SXXI son la estigmatización social (sobre todo en el caso de las mujeres, aunque en China los padres anuncian en plazas públicas a sus hijos solteros, por si alguien “los quiere”), la presión por demostrar nuestro “éxito personal” (y aquí las redes sociales son un claro ejemplo, con parejas que suben constantes muestras de “felicidad” a la red) o la creencia utópica de que el matrimonio es la solución perfecta a los problemas de pareja (“ya cambiará”, “o nos casamos o lo dejamos”….), los factores que parecen repetirse una y otra vez en la ecuación del “sí quiero”.
Y nada más lejos de la realidad pues, como dice el responsable del Departamento de Antropología de la UNED “no existe una relación directa entre matrimonio y felicidad”. Y ojo, con esto no están diciendo que no haya relación directa entre pareja y felicidad (que tampoco en todos los casos), sino entre el matrimonio y la felicidad, entendido este último como el contrato civil o la ceremonia religiosa que a veces lo acompaña.
En otras palabras, no hace falta certificar, formalizar, o vender al mundo una unión, para que exista un auténtico compromiso y vínculo entre dos personas. Me aventuraría a decir (sin ser, en absoluto, contraria al matrimonio) que más bien lo contrario: cuanto más preciado es un tesoro menos quieres exponerlo a la luz, enseñarlo, manosearlo, someterlo al escrutinio (y la envida, de paso) público. Y menos necesitas etiquetarlo.
Si estamos seguros de alguien, de su amor por nosotros, ¿qué necesidad existe realmente de que nos lo ponga por escrito? (sobre todo si la otra persona se resiste a hacerlo, y sólo se trata de “ceder”). Y si no estamos seguros (de si nos quieren o si queremos), ¿para qué coño nos casamos? ¿Somos unos románticos incurables, o más bien al contrario, unos conformistas frívolos que renunciamos a la posibilidad (remota, eso sí) de encontrar algún día el amor de verdad por no soltar un sucedáneo que ni se le acerca? Como me decía hace poco un amigo cuando le pregunté si estaba felizmente casado: “estoy casado y punto.”
Creo que aquí el miedo a la soledad juega también un papel importante. Y, en ese sentido, también he leído cosas interesantes en los últimos días.
Una de las conclusiones del estudio realizado en 1994 por Mihaly Csikszentmihalyi (conocido como el psicólogo de la felicidad) es que la soledad resulta básica para la creatividad, la innovación y el buen liderazgo. Por su parte, Susan Cain, autora del libro “Quiet: The Power of Introverts in a World That Can’t Stop Talking”, (Bill Gates ha recomendado en varias ocasiones su conferencia en Ted Talks) defiende a ultranza la riqueza creativa que surge de la soledad y reivindica la práctica de la introversión.
También el filósofo y autor de “La sociedad del cansancio”, Byung-Chul reivindica la necesidad de recuperar nuestra capacidad contemplativa para compensar nuestra hiperactividad destructora (“solo tolerando el aburrimiento y el vacío seremos capaces de desarrollar algo nuevo y de desintoxicarnos de un mundo lleno de estímulos y de sobrecarga informativa”).
A mí me gusta la frase del psiquiatra Irvin Yalom, que afirma detestar “a los que me privan de la soledad y, además, no me hacen compañía”. Es un poco eso de “no hay peor sensación de soledad que aquella que se experimenta al estar en pareja o con gente” o “no hay mayor soledad que estar rodeado de personas y pensar en la que te falta” (esa no sé si pega mucho, pero a mí me gusta…).
Pero es que, más allá del tema de las relaciones, hay un estudio de Hillel Schwartz que afirma que “el ruido innecesario es la ausencia más cruel de cuidado que se puede infligir sobre una persona”, pues, nuestras neuronas se encienden durante la quietud (y, por cierto, un susto te puede causar una parada cardíaca, como siempre me dice mi padre, que odia ese tipo de bromas).
Dicho todo esto, no hace falta aislarse por completo porque está demostrado que ningún cerebro humano aguanta el silencio total más de 40 minutos, pues el cerebro siempre está buscando estímulos y si no los encuentra fuera, magnifica el ruido del corazón, o de los intestinos.
Sobre estos temas de la soledad (buscada, y a ratos), y los silencios productivos (para nuestra creatividad) supongo que tendré más que decir cuando lea “Biografía del silencio”, que lo tengo ya en línea para una de estas noches, y que habla de las bondades de la meditación.
En cualquier caso, no estoy defendiendo el aislamiento, ni mucho menos la vida solitaria, ni nada de eso.
Al contrario, si en algo creo firmemente, es en que el amor es el motor de la vida, y lo que hace que merezca la pena.
Pero el amor de verdad, no el que necesitamos etiquetar, encasillar, nombrar, mostrar al mundo. El que no se desvirtúa con convencionalismos o rigideces sociales; el que no se rige por el miedo a la soledad, ni por ningún tipo de miedo (“lo contrario al amor no es el odio, sino el miedo”). Ése que Carrie Bradshaw llamaba “ridículo, inconveniente, que te consume. El de no poder vivir sin la otra persona” (creo que después de tanta cita científica y filosófica me he comprado el derecho a poner otra más frívola).
Ése que te garantiza la longevidad.
Nota: El retraso en el envejecimiento del cerebro no sólo se consigue con una dieta equilibrada, ejercicio y horas de sueño. Sino también, y como leí en un libro el otro día, con la capacidad de emocionarse (emoción viene del latín “emotio”, que significa movimiento o impulso). ¿Y qué mayor emoción que el amor? Pero, ojo, aquí de nuevo no estoy alentando a los viejos verdes que van detrás de jovencitas para sentirse que aún son “hombres” y luchar contra su pitopausia. Sino, idealmente (al menos así lo quiero para mí), a mantener esa capacidad de ilusionarse por la misma persona hasta los 100 años.
Y por ése tipo de amor, sí merece la pena hacer un despliegue romántico y unos votos perpetuos y todo tipo de rituales rosas “ad nauseam”. Pero tal vez en una playa desierta y remota, alejados del resto del mundo, y sin decirlo muy alto… (y vuelve a sonar en mi cabeza “Big my secret”, de “El piano»).