“Creerse consagrado es de imbéciles”.
Ricardo Darín
Después de tres días perdido en el desierto del Sáhara, un hombre encuentra un oasis de agua fresca y clara cuando estaba a punto de morir deshidratado. Saca su cantimplora, la llena y empieza a beber.
La primera vez, el agua le sabe a gloria. La segunda, también. Cuando va por la tercera cantimplora, le sigue gustando, aunque ya ha abandonado el ansia del principio. En la quinta cantimplora ya ha saciado su sed. La sexta la toma por ansia después de tantos días de abstinencia, pero la sensación ya no se parece a la de la primera vez. En la séptima cantimplora ya no puede más y para. Si alguien le obligara a seguir bebiendo sin parar, acabaría por aborrecer el agua.
Este es un clásico ejemplo que se estudia en economía para enseñarle a los alumnos el concepto de utilidad marginal decreciente (el consumo de un bien proporciona menor utilidad adicional cuanto más se consume, manteniendo el consumo de los otros bienes constante).
El concepto de utilidad marginal decreciente está constantemente presente en nuestras vidas de una manera u otra. Dejemos de lado el ejemplo obvio del vaso de agua y similares. Pensemos en el dinero: ¿Cuánto más, mejor? No está tan claro.
Asumamos que no vamos de falsos profetas diciendo “a mí realmente me hace falta muy poco para vivir”. Asumamos, a efectos de este argumento, que vamos más cómodos en business que en turista y que si pudiéramos siempre iríamos en business. Que es más divertido ir a un hotel de cinco estrellas en Bora Bora que a un apartamento de tres estrellas en Benidorm. Que, aunque nos encanta la educación pública, si pudiéramos llevaríamos a nuestros hijos al Liceo Francés, Colegio Alemán, Instituto Británico o similar. Que preferiríamos un chalet como el que tenía Ronaldo en La Finca a escuchar los tacones de la vecina de arriba, no digamos en caso de un nuevo confinamiento. Que tendríamos antes un Audi que un Seat. Asumamos, en fin, que nos gusta más el jamón ibérico que la mortadela. Y, aun mejor, que nos encantaría irnos a dormir sin una sola deuda ni preocupación económica ni para nosotros ni para nuestros hijos.
No sé cuánto dinero haría falta para vivir así, sin tener además la necesidad de trabajar. Pudiendo hacerlo sólo por vocación o dedicándonos a otras cosas. Vamos a poner una cifra elevadísima: 25 millones de euros. O 40 millones, da igual. Estamos hablando de mucho dinero. Sin embargo, es una cantidad lo suficientemente baja para pasar desapercibido y vivir tranquilamente.
Qué pasa, no obstante, con los que tienen 200 millones, ó 2.000 millones (ya no digamos 60.000 como Amancio Ortega o 150.000 como Elon Musk). Aquí la cosa cambia. Llega un momento en que hacen falta guardaespaldas, pérdida de privacidad, incertidumbre y molestias para que toda la familia esté segura. Hay un momento en que la utilidad marginal del dinero desciende drásticamente. Ojalá algún día se me presentara este dilema (me temo que va a ser que no), pero creo que viviría mucho más cómodo con 40 millones que con 400.
Nos pasamos la vida luchando a brazo partido para conseguir ciertos objetivos y resulta que la curva de beneficios no es lineal. De hecho, hablar de que en un momento dado la utilidad total empieza a descender es tanto como decir que existe un punto óptimo donde se maximiza el beneficio.
Ricardo Darín es un actor de muchísimo éxito. No le falta trabajo. Ha explicado muchas veces que ya vive muy bien, que tiene muchas ofertas para hacer cine y que siempre llena los teatros, tanto en Argentina como en España. Y que por eso ha rechazado las constantes ofertas de Hollywood que le han llegado, donde ganaría mucho más dinero a cambio de hacer películas que no le gustan (dice que le ofrecen muchos papeles de narcotraficante latinoamericano) y de someterse a unas reglas que no le apetece cumplir.
Otro ejemplo de los miles que hay: todo es relativo, pero Sergio Lull gana bastante dinero como baloncestista del Real Madrid. Ha preferido ser cabeza de ratón, vivir en España, optar a títulos nacionales y europeos, ser pieza clave en su equipo y disfrutar de su profesión aquí antes que irse a Houston Rockets a ganar mucho más dinero a cambio de ser una pieza más de un equipo sin ninguna posibilidad de optar al título de la NBA.
Obviamente, en esto no hay blancos y negros. Puedes dejar de actuar en el teatro romano de Mérida como Antonio Banderas para irte a Estados Unidos a hacer El Zorro, forrarte, y luego volver y elegir los proyectos que realmente te interesan. O puedes elegir ir a la NBA sólo para ganar más dinero (e.g. los hermanos Hernangómez) o para triunfar de forma absoluta (hermanos Gasol). Teniendo el objetivo claro, todas las opciones son válidas.
La clave aquí es doble:
- No aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid para bajar los brazos y dejar de luchar al máximo por nuestros objetivos, mintiéndonos a nosotros mismos diciendo que no llegar a más es o ha sido una elección (primero lleguemos al Real Madrid, que ya es un objetivo extremadamente ambicioso y difícil de cumplir, y luego ya vemos que hacemos con la NBA!).
- Asumiendo que hemos ido cumpliendo nuestros objetivos, ser capaces de identificar dónde está el punto óptimo y de detenernos antes de que la utilidad total caiga en picado.
Se trata de un asunto a menudo muy complejo de analizar. Esa utilidad de la que hablamos puede estar determinada no sólo por factores estrictamente profesionales o económicos, sino que entran en juego elementos como el prestigio social, la propia autoestima, la imagen que queremos proyectar a la familia, incluso la salud…
Justamente por eso es necesario tratar de identificar todos esos factores, asignarles una ponderación y obtener así un objetivo claro, que será diferente para cada persona. Yo, personalmente, no aceptaría el Ministerio de Sanidad que deja vacante el ahora candidato Illa por nada del mundo, y, sin embargo, es un puesto codiciado por muchos. Si la nueva ministra fuera nuestra clienta nos aseguraríamos de que ha dicho que sí por las razones correctas.