Todo el mundo entiende que los niños pequeños, antes de empezar a andar, deban practicar y caerse unas cuantas veces, que las caídas forman parte fundamental del proceso de aprendizaje.
Se trata de algo que no varía con los años: nadie esperaría que una persona adulta que se propusiera aprender a tocar la guitarra partiendo desde cero fuera capaz de interpretar el Concierto de Aranjuez durante la primera semana. Al revés, si tras un año de práctica constante y errores continuos esta persona consiguiera tocar algunas canciones relativamente sencillas con unos acordes que suenen de forma “limpia”, el diagnóstico sería que progresa adecuadamente.
Pues bien, esta apreciación tan evidente y sencilla de entender, casi de Perogrullo, por alguna razón desaparece cuando nos adentramos en el mundo laboral. Es muy común encontrarse a gente con pánico a fallar, a mostrar la más mínima debilidad en público, lo que a la larga limita tremendamente sus carreras profesionales.
No habiendo una única razón detrás de este comportamiento, la más habitual es la existencia de un clima de desconfianza en la empresa. Y si es así, los responsables hay que buscarlos arriba, en los jefes.
En primer lugar, porque no son capaces (o directamente no quieren) de fomentar un clima de confianza dentro de sus equipos. Y luego porque entornos de estas características favorecen la competitividad malsana entre los propios integrantes del equipo.
El “divide y vencerás” es más antiguo que el hilo negro y, aunque como estilo de gestión puede generar algún beneficio en momentos muy puntuales, a largo plazo el resultado final siempre es negativo. Por hablar sólo de un aspecto muy en boga en estos momentos como la atracción y retención del talento, entornos así actúan como repelentes para los mejores profesionales.
Dicho esto, una cosa es que nos parezcan mejorables las condiciones de contorno y otra bien distinta que tengamos capacidad para cambiarlas. Si está en nuestra mano mejorar las condiciones generales, mejor que mejor, pero tenemos que ser capaces de desenvolvernos en cualquier entorno, incluidos los ambientes más o menos hostiles.
El método que toda mi vida he puesto en práctica con mis equipos es la generación de “círculos de confianza”. Un entorno en el que podemos preguntar cualquier cosa, por básica que sea. Igual que en un brainstorming, la verdadera confianza sólo se crea si el responsable del equipo es el primero que se tira al ruedo y reconoce sin miedo las cosas que no sabe, especialmente aquellas que debería saber.
En mi experiencia, existen dos límites y un catalizador para la implementación exitosa de esta estrategia:
- Límite 1: que haya confianza no quiere decir que valga todo y que no haya que esforzarse por aprender ni ser autoexigentes ni prestar atención al detalle. No es que busquemos el fallo por el fallo. Eso sería absurdo. Al revés, debemos tratar de fallar lo menos posible. Lo que hay que perder es el miedo a fallar. Si como responsable del departamento de análisis económico reconozco dentro del círculo de confianza que no sé calcular algo básico como los componentes del PIB, la contrapartida es poner todo de mi parte para mejorar y que no vuelva a suceder.
- Límite 2: no pecar de buenistas y confundir el ser con el deber ser. Si el ambiente general es hostil, reconocerlo y actuar en consecuencia protegiéndonos entre los miembros del equipo. En nuestro ejemplo, fuera del círculo nunca reconoceríamos que no sabemos calcular los componentes del PIB. La confianza plena, mientras fuera las condiciones no sean las adecuadas, sólo entre nosotros.
- Catalizador: el sentido del humor. Una cosa es que el jefe no sepa calcular los componentes del PIB y otra bien distinta es que no sea impresentable que, como responsable del departamento, tenga una laguna de esas dimensiones. Rebajar la tensión con bromas y encajando las críticas en clave de humor dentro de un ambiente de relajación es importante para generar el clima de confianza adecuado. (Phil Knight, el fundador de Nike, cuenta en sus memorias –Shoe Dog– que las frecuentes sesiones de “caña” interna en un clima de total confianza y camaradería fueron clave para el desarrollo y posterior éxito de la empresa).
Lógicamente, una dinámica de este tipo no se puede lograr el primer día. Se tarda algo de tiempo y requiere de mucho liderazgo al principio por parte del responsable antes de que los componentes del equipo se suelten. Pero merece la pena intentarlo, tanto por su impacto positivo en los resultados a medio plazo como por la mejora del clima laboral.
Mucha gente se sorprendería de las tremendas lagunas que tienen muchos responsables de equipos en las grandes empresas sobre conceptos básicos. Y casi siempre tiene que ver con cosas que se supone que deberían saber por su posición y que no se atreven a preguntar por miedo a parecer unos ineptos.
Por eso siempre les digo a los becarios o a los juniors que aprovechen su condición de inexpertos oficiales para preguntar todo lo que se les ocurra. Que eviten llegar a seniors con una mochila de cosas que deberían saber y que no saben porque no aprovecharon la oportunidad de preguntar mientras “estaban a tiempo”.
De hecho, dentro de nuestros círculos de confianza, los becarios tienen una función muy importante. Son los encargados de preguntar a gente de fuera de círculo lo que el resto del equipo deberíamos saber y no sabemos: “fulanito, vete a ver al trader y pregúntale qué es y cómo funciona eso del bid y el ask”.
Pero el miedo a fallar no sólo tiene que ver con un entorno laboral hostil caracterizado por la desconfianza. Hay veces en las que el problema es estrictamente individual. Por lo general, se da en personas bien preparadas y perfeccionistas. Personas que quieren ofrecer una imagen de solvencia en todo momento y para quienes mostrar en público su proceso natural de aprendizaje supone un desdoro.
Situaciones de este tipo se aprecian con mucha claridad a la hora de hablar inglés en público. A hablar en público, mucho más en una lengua extranjera, sólo se aprende practicando. No hay otra vía. A las personas con este particular miedo a fallar, les horroriza ser vistas cometiendo los inevitables y naturales errores de todo proceso de aprendizaje.
Tomando el ejemplo del principio de este post, es como si les diera vergüenza que les vieran aprender a tocar la guitarra. Sólo estarían dispuestos a aparecer ante el público el día del concierto. Nada de ensayos a la vista de todos.
En estos casos, la labor es doble. Por un lado, la parte psicológica: darles herramientas para superar la ansiedad que les produce una determinada situación; hacerles ver que todo el mundo, en una u otra faceta, pasa por lo mismo; mostrarles ejemplos de tus propias debilidades, que se sientan que no están solos.
Pero esto puede no ser suficiente. Un buen jefe, en mi opinión, tiene que completar el proceso estresando un poco la situación, forzando a la persona a enfrentarse a su miedo a fallar incluso contra su voluntad. Por supuesto, siempre dentro de unos límites razonables, actuando como escudo protector y con el añadido de la confianza plena en las posibilidades de la persona.
Sin fallos no hay progreso. Si hay algún factor, de la naturaleza que sea, que nos deja dentro de nuestros límites, sin exposición al error, entonces probablemente nunca alcanzaremos nuestro mejor nivel. Nadie nace aprendido y, por desgracia, en algunos ámbitos (e.g. hablar un idioma) el proceso de aprendizaje, los fallos, tendrán que producirse con luz y taquígrafos.
Últimamente, especialmente dentro de la cultura anglosajona, la percepción del fallo está cambiando. En algunos ámbitos, como por ejemplo en el de las start ups, son vistos como algo inevitable e incluso positivo. En la búsqueda de financiación para sus proyectos es habitual que los nuevos emprendedores no sólo no escondan sino que le dediquen tiempo a explicar sus proyectos fallidos.
La explicación detrás de este fenómeno es que el inversor estará más tranquilo sabiendo que trata con gente que ha aprendido de sus errores, que sabe levantarse después de una frustración y que tiene más experiencia sobre cómo funciona el mundo empresarial en todas las partes del ciclo.
El otro día estuve con el fundador y CEO de una empresa exitosa en plena fase de expansión nacional e internacional. Me contaba con orgullo que al principio cometía 50 fallos al día y que, ahora, sólo comete unos 20. El mensaje subyacente detrás de esta hipérbole está claro: “nuestro éxito proviene en gran medida de que nos atrevemos a fallar y ganamos mucha experiencia y sabiduría por el camino”.
Estando de acuerdo con esta tendencia, hay que huir de las modas que lo llevan todo demasiado lejos (¿es razonable llegar al extremo de exagerar, publicitar y estar orgulloso de cometer 20 fallos al día?). Si alguien pide mi confianza para invertir en algún proyecto, seguramente valoraré conocer las veces en que ha fracasado pero ¡tampoco me haría daño conocer algunos éxitos!
Todo lo dicho hasta el momento tiene, al menos en apariencia, una única excepción: aquellas actividades donde el producto que se vende es precisamente la ausencia de fallos. Si vamos a un cirujano, nos subimos a un avión o compramos bonos de una empresa, no queremos oír hablar de la sabiduría que ha obtenido el cirujano fallando con otros pacientes ni de los aviones que ha estrellado un piloto ni de las veces que una empresa ha dejado de pagar su deuda. Aquí el track record lo es todo y, aun así, en estos casos valoraremos la experiencia más que en ningún otro sector.
Un médico o un piloto con canas, o una empresa con una historia de 100 años sin dejar de pagar nunca su deuda, son el sustitutivo de lo que genéricamente llamamos fallos en tanto que suponemos que han pasado por todo tipo de situaciones difíciles que los hacen más fiables. Fallo y experiencia vendrían a significar lo mismo.
Quizá la mejor manera de ilustrarlo sea con la famosa entrevista realizada a Abdul Kalam, ingeniero aeroespacial, poeta, científico y político (presidente de la India):
- ¿Cúal es el secreto de su éxito?
- Decisiones correctas.
- ¿Cómo se toman decisiones correctas?
- Experiencia.
- ¿Cómo se consigue experiencia?
- Decisiones erróneas.
Ni siquiera el ámbito de la genialidad y el talento más puro se escapa a esta regla. No sería la única respuesta correcta pero seguramente no nos equivocaríamos si preguntados por uno de los grandes genios de la música mencionamos a Mozart.
¿Cúantas obras absolutamente geniales diríamos que compuso Mozart? Algunos dirán que 20, otros que 50. Seguramente no muchos dirían que 100 de sus obras son absolutamente geniales. Da igual. Como si queremos decir 300. Cuando murió con 35 años, el genial compositor austríaco había compuesto 626 obras, incluyendo 23 óperas, 23 misas, 49 sinfonías, 66 arias y 27 conciertos para piano.
Fallar no es que sea bueno en sí mismo. Nadie busca fallar. Sencillamente, los fallos son imprescindibles para obtener nuestra mejor versión en cualquier ámbito de la vida, tanto a nivel individual como colectivo.
Si lo entendemos para el niño que aprende a andar, entendámoslo para el adulto que cada vez más se está viendo forzado a la reinvención y al aprendizaje continuo. Hoy más que nunca, aprender a perderle el miedo a fallar y tomarlo con naturalidad, tomando, eso sí, las precauciones necesarias según el nivel general de hostilidad del entorno, es vital para crecer profesionalmente.
Sólo quería decir hola, y gracias por este blog!
Excelente redacción, buen trabajo, gracias!
Quien no se consuela es porque no quiere.