Hace muchos años le pregunté a alguien a quien yo quería y admiraba mucho: “¿Eres feliz?” y me contestó muy extrañado: “No entiendo bien tu pregunta”. Y, con una amplia y serena sonrisa, añadió: “Lo que tengo es mucha paz.”
En aquel momento de mi vida (mucho más inmaduro que el actual – que tampoco me siento precisamente mayor), su respuesta me pareció, como poco, gris. Como mucho, deprimente, en tanto que venía de alguien mucho mayor que yo, mucho más sabio, con más experiencia de la vida y con una opción vital mucho más inspiradora que la del resto de los mortales que tenemos vidas “normales”. Porque él era misionero y sí tenía un impacto real, tangible, trascendente y muy gratificante en el mundo.
Por lo tanto, si él, con esa vida tan increíble (salvando otras por todo el mundo), me hablaba “sólo” de paz, ya me podía olvidar yo de encontrar el santo grial de la felicidad absoluta con mi opción mucho más mainstream.
Con el tiempo, y sobre todo con el coaching, he entendido el significado de la afirmación de mi hermano, aunque desgraciadamente ya no puedo compartir con él mi descubrimiento.
Sin entrar en el terreno pantanoso, la osadía o la quimera de intentar definir la felicidad (mucho menos dónde encontrarla – eso sí, apunto brevemente, porque no puedo contenerme: en uno mismo, no hay más), voy a quedarme con eso de la paz para hablar de lo que en coaching se llama alineación.
La paz mental viene en el momento en el que lo que sentimos, pensamos, decimos y hacemos está totalmente alineado. Es decir, cuando vivimos en plena coherencia o, en palabras (algo horteras) también de coaching, en/con verdad y plenitud.
En el momento en el que nuestras palabras van por un lado y nuestros actos por otro; o que vivimos de espaldas a nuestros verdaderos sentimientos; o incluso que permitimos que el ruido de nuestra cabeza nos llene de dudas y miedos respecto a los demás o nosotros mismos… en ese momento se produce una desconexión y discrepancia internas que nos roban la estabilidad. Aunque por fuera pretendamos estar perfectamente equilibrados y tranquilos (mejores o peores, todos somos actores en algún momento de nuestras vidas).
Para poder estar totalmente alineados el primer paso, como en todo, es saber perfectamente:
- Quiénes somos (sin testigos, sin influencias sociales ni familiares, sin meta-preferencias, sin disimulos, sin nada ni nadie) y dónde estamos a día de hoy.
- Quiénes queremos ser y dónde queremos llegar (por muy políticamente incorrecto que pueda parecer nuestro objetivo: rico, poderoso, alguien normal con una vida tranquila…lo que sea).
- Cuáles son nuestros valores (personales e intransferibles y que no tienen que coincidir con los de nadie ni comulgar con creencias ni grupos de ningún tipo), que nos servirán de guía o anclaje para no desorientarnos ni perdernos en el camino hacia donde queremos estar / quienes queremos ser.
Y con esa hoja de ruta meridianamente clara, lo demás (los pensamientos, las palabras y los hechos) será mucho más sencillo.
Puede que alguno se esté preguntando a qué viene tanta reflexión filosófica. Pues bien, simplemente viene a que cada vez más, en el mundo corporativo, vemos clientes enrocados en una queja, frustración, intranquilidad y hasta guerra interna constante precisamente porque no han sabido definir esa hoja de ruta.
Es el caso de S. que, una y otra vez en nuestras sesiones, se lamenta de su falta de reconocimiento profesional (lleva 8 años sin una subida de sueldo ni de categoría). Una y otra vez se (y me) promete que va a hablar por fin con su jefe de forma asertiva y sin miedo para exigir lo que ella, genuinamente, considera justo.
Y una y otra vez vuelve con el rabo entre las piernas disculpándose (no de cara a mí, que no juzgo, sólo observo; sino de cara a sí misma), justificándose y contándose(me) mil excusas por las que finalmente no dio ese paso que hubiera sido tan “arriesgado” (por sus palabras, su jefe parece un verdadero ogro que no acepta que nadie le rete, le contradiga, le pida o le chiste si quiera).
En nuestra última sesión, que ya me advirtió que sería para preparar conmigo esa reunión que por fin iba a tener con su jefe (ya no podía más, estaba deprimida, desmotivada…y le estaba afectando en todos los aspectos de su vida), volvió a dudar de su plan, a contradecirse, a contra-argumentarse…
Así que tuve que obligarle a dar un paso atrás y a decirle que no avanzaría nunca si no tenía claro quién era ella de verdad y cuáles eran sus prioridades. De verdad. Sin autoengaños. Sin vergüenza de ningún tipo. Sin pretensiones de nada. Ni de cara a mí, ni a su madre, ni a su marido, ni a sus amigas, ni a sí misma.
Y me atreví a exponerle mi “intuición” (y vuelvo a la jerga del coaching): Mientras su meta-preferencia era la de ser valiente, decidida, atrevida y lanzarse con mucha seguridad y fuerza a por las cosas, sin temer las consecuencias; su verdadera naturaleza era la de una persona que valora muchísimo (y por encima de todo) la seguridad, la estabilidad, la tranquilidad (el no conflicto), la predictibilidad. Pero, por algún motivo, esto último le parecía poco atractivo, y pretendía negarse(me)lo una y otra vez. Pero, como diría mi socio, el martillo martillea y el escorpión no puede evitar clavar el aguijón (¿era así, Roberto?).
Somos quiénes somos y queremos lo que queremos. Y eso no nos hace mejores ni peores, ni más o menos suitable. Pero tenemos que empezar por saberlo (conocernos) y aceptarlo/nos.
Mi intuición (a la que yo no estaba apegada en mi condición de coach) resultó ser cierta, porque S. me dijo: “en efecto, me gustaría ser más valiente o arriesgada, pero el hecho es que no lo soy, ni me siento tranquila cuando actúo de esa manera. Para mí es muy importante tener una relación cordial con mi jefe, poder seguir pagando mi hipoteca y la guardería de mi hijo, y no tener sobresaltos de ningún tipo”.
“Perfecto”. Le respondí. “Ya tienes la mitad del trabajo hecho. Pero ahora queda la segunda parte. Ser coherente y aceptar las consecuencias de tu forma de ser. Los arriesgados tienen que asumir que sus grandes riesgos pueden resultar en grandes éxitos o grandes fracasos. Pero los aversos al riesgo que pretenden mantener siempre el statu quo tienen que aceptar eso precisamente, que nada cambiará. Ni sueldo, ni puesto, ni imagen / reconocimiento interno.”
Una vez más, las palabras mágicas: Aceptación (esto es lo que realmente soy y quiero) y desapego (no lo/me juzgo). Y añado una tercera: move on (dejo ya de darle vueltas, de hacerme líos y de quejarme).
Desde esa sesión de auto-descubrimiento o auto-desenmascaramiento S. tiene otra cara. Mucho más relajada, más tranquila. Porque se ha quitado un enorme (y autoimpuesto) peso de encima. Y porque ahora ya tiene una coherencia interna: siente, piensa, habla y actúa en congruencia, orientada hacia lo que aspira en SU vida, y movida por SUS valores inamovibles. Por fin, S. tiene mucha paz. Respecto a la felicidad, como diría Michael Ende…eso ya es otra historia.