Ayer me leí de una sentada un libro muy interesante y recomendable. “Mañanas milagrosas”, de Hal Erold. No sólo relata la historia de superación del propio autor, sino que además da una serie de pautas sencillas para superarnos a nosotros mismos. Para salir de la mediocridad, que él considera el estar simplemente en la media.
¿Por qué conformarnos con ser razonablemente felices, o medianamente felices, pudiendo serlo totalmente y en todas las áreas de nuestra vida? ¿Por qué el 95% de la población califica por debajo de 10 su vida profesional, o su relación de pareja, o su vida social, o su estado físico/emocional… y no hace nada al respecto? ¿Por qué está mal visto el querer tenerlo todo, el querer triunfar en todos los aspectos, el querer vivir una vida extraordinaria (ojo, que no tiene por qué significar ser millonario o ganar un Oscar, sino simplemente ser totalmente feliz y sentirse pleno) o marcar una diferencia (a cualquier escala)? ¿Qué fue de las palabras que nos decían nuestros padres (y que nosotros repetimos hoy entusiastas, motivadores y convencidos a nuestros hijos hoy) tales cómo “podrás ser y hacer lo que quieras”? ¿Cuándo decidimos que todas esas posibilidades se esfumaban? ¿Con 20, con 30 años? ¿Cuál consideramos que fue la “fecha tope” para dejar de intentar encontrar el amor verdadero, escribir un libro, montar un negocio o aprender cierto hobby?
Esas son algunas de las cuestiones introductorias que plantea el libro, para luego llegar a los pasos a dar para salir de esa rueda de conformismo.
Pasos que, como el título del libro indica, son rutinas matinales que marcarán el resto del día. Pasos que, hombres y mujeres de éxito, como Oprah, R. Branson…siguen a rajatabla antes de comenzar sus jornadas laborales.
Sin entrar en más detalles (aunque doy pistas como la meditación, el ejercicio, las afirmaciones, las visualizaciones y muchas otras técnicas de sobra conocidas en coaching), quiero centrarme en la piedra angular de estas rutinas matinales dirigidas a alcanzar la vida que queremos y convertirnos en quiénes realmente queremos ser. La gran pregunta, la pregunta obvia, básica… ¿Qué queremos ser?
O en otras palabras: ¿cuál es nuestro objetivo en la vida?
Ese objetivo que nos haría levantarnos con ilusión, con intención cada mañana. Dispuestos a seguir cualquier receta para alcanzarlo. En vez de salir de la cama cada día de forma autómata, con cierto cabreo o frustración, con una sensación constante del día de la marmota, y con una imposibilidad total de no presionar el “snooze” al menos 2 veces.
La pregunta es, sin duda alguna, muy compleja. Porque estoy segura de que, si se la lanzásemos a cualquiera de pronto, sin previo aviso, a bocajarro, realmente no sabría qué responder. Más allá de un vago: ser feliz, cuidar de mi familia, sobrevivir, llegar a fin de mes, divertirme, tener trabajo…
Realmente pocos nos hemos parado a pensar en cuál es de veras nuestro PROPÓSITO DE VIDA. El motor, la razón de nuestra existencia.
Y sin tener claro ese objetivo a largo plazo, esa meta, es imposible que demos pasos dirigidos a ninguna parte. Tan sólo iremos dando tumbos, o rodando como piedras cuesta abajo (o cuesta arriba o incluso sobre una superficie plana) hacia la muerte. Como aquel anuncio tremendo del bebé que salía disparado del vientre de su madre y aterrizaba, ya de viejo, (tras un viaje de pocos segundos, en que su cuerpo iba deteriorándose) en su tumba.
Creo que merece la pena tomarnos nuestro tiempo para darle vueltas a esta pregunta, antes de seguir avanzando. Pararnos. Y pensar en nuestros valores, en lo que nos mueve, en ese mensaje que querríamos transmitir al mundo si nos dieran la opción de hacerlo, antes de morir. En forma de speech, o de slogan publicitario (en una valla que todos vieran). En aquello que querríamos que dijesen de nosotros cuando nos hayamos ido, en nuestro epitafio. En qué haríamos si pudiésemos crear el mundo desde el principio y diseñar la estructura societaria, el paisaje, las relaciones,… a nuestro antojo.
En fin, hay muchas formas de identificar nuestro propósito de vida.
Pero hay que ser tremendamente honestos con nosotros mismos, y no auto limitarnos o sabotearnos a la hora de definirlo.
Después de varias sesiones de coaching yo tuve claro el mío. Y le di forma (no siempre es fácil encontrar las palabras exactas). Y, aunque lo tengo grabado a fuego en mi cabeza, también lo tengo escrito en un post it, en el espejo de mi cuarto de baño (junto con muchos otros! Soy una fan de los mensajes, pegatinas, post-its, notas, dibujos, decoraciones y frases por todos lados). Y lo releo cada mañana, y cada momento en el que me siento perdida. Es como una brújula, que siempre me indica hacia dónde debo ir. Hacia dónde debo encaminar mis acciones, mis decisiones, mis pensamientos y mis sentimientos. Una vida sin propósito es, como decía Goethe, “una muerte prematura”.