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Habla José Luis de Vilallonga en sus memorias de una vez en la que el actor argentino Fernando Lamas (padre del Lorenzo Lamas de Falcon Crest) coincidió con Albert Einstein en un acto en Hollywood y entablaron una conversación amistosa. El científico le comentó al actor la suerte que tenía de trabajar en una profesión que le daba la oportunidad de conocer a tantas actrices y mujeres atractivas. Fernando, que no tenía la menor idea de con quién estaba hablando y cuya experiencia con las mujeres había sido bastante azarosa, le respondió: “no se crea, amigo. No es oro todo lo que reluce. En esta vida todo es relativo”.

Existen numerosos estudios sociológicos, antropológicos y económicos que demuestran cómo el nivel de satisfacción de las personas se basa en parámetros relativos, en la comparación con otras alternativas posibles.

Si nos disponemos a realizar un viaje transatlántico de diez horas y al entrar por la puerta del avión giramos hacia la izquierda en vez de hacia la derecha, probablemente apreciaremos la exclusividad de la clase Business: el zumo de naranja con frutos secos antes de despegar, la televisión individual con multitud de canales de TV/Cine y juegos para elegir, las distintas opciones del menú de primera clase y, sobre todo, el súper asiento abatible al 100% hasta convertirse en una cama donde podremos descansar tranquilamente durante el vuelo.

Analicemos ahora de forma absoluta, no relativa, los servicios de la clase Business. El zumo de naranja, para empezar, no es natural. Si en el bar de la esquina, donde desayunamos todas las mañanas, nos dieran ese zumo pondríamos el grito en el cielo. El menú, por pasable que sea, jamás se aproximará al de nuestro restaurante favorito. La TV individualizada nada tiene que ver con la que tenemos en nuestro salón o dormitorio. Finalmente, si en un hotel tuviéramos que dormir en una cama de las dimensiones y confort del “súper-asiento” del avión, no tardaríamos en pedir el libro de reclamaciones y exigir un cambio.

Así que no. No es que nos gusten los servicios de la clase Business en términos absolutos. Nos gustan porque sabemos perfectamente que la alternativa es pasarse las diez horas del vuelo en una lata de sardinas, sin poder echar una cabezada, con los músculos entumecidos y la espalda destrozada, tanto por la postura como por los rodillazos del pasajero de atrás.

Ante situaciones en el mejor de los casos equivalentes (el asiento de un avión siempre será más incómodo que la cama más incómoda), nuestra percepción del valor relativo hará que en unos casos nos sintamos unos privilegiados y en otros unos desgraciados. No solemos medir nuestro nivel de satisfacción en términos absolutos. Esto está bien estudiado por la teoría económica y, de hecho, las compañías lo utilizan constantemente tanto en sus políticas de segmentación de precios como a la hora de posicionar sus productos “socialmente”.

Por eso un futbolista suplente del Real Madrid, que es joven, millonario y aclamado por dedicarse a jugar a la pelota, se siente realmente frustrado por no ser titular. Por eso, según la OMS, entre los países con más índices de depresión del mundo se encuentran Francia, Estados Unidos, Holanda, Nueva Zelanda y España (i.e. países de los más ricos y con más servicios del mundo). Y por eso, el David de nuestro blog se siente tan mal a pesar de ser joven, rico y famoso.

En mi carrera profesional me he encontrado innumerables ejemplos de esto. En el mundo de la banca de inversión se paga, en general, bastante más que en otros ámbitos profesionales, sin que ello implique necesariamente que los trabajadores de este sector sean en absoluto mejores que los de cualquier otro peor remunerado (de la misma forma que un jugador de balonmano o un corredor de maratón profesional no es peor deportista que un futbolista o un tenista. Sencillamente cobran menos).

Me he encontrado con gente, tanto jóvenes como mayores, no especialmente brillante ni preparada, que si la casualidad los hubiera hecho caer en otra área tendrían una compensación económica diez veces menor y quizá no tendrían ni siquiera trabajo, cobrando más que el director financiero de una empresa del sector real y, sin embargo, sintiéndose absolutamente amargados porque “el bonus de este año ha sido una miseria” ante la mera sospecha de que el del compañero de al lado ha sido superior.

Una variante de esta insatisfacción relativa tiene que ver con la asimilación inmediata de cualquier mejora en las condiciones de vida. Una vez conseguida pasamos a considerarla un derecho inalienable, y cualquier retroceso, siquiera temporal, es susceptible de generar una gran frustración e insatisfacción, algo a lo que ya se refería Ortega en La Rebelión de las Masas. Veamos un ejemplo:

El hecho de ir conduciendo por cualquier autopista española, conectar el teléfono manos libres e ir charlando tranquilamente con un colega nuestro de la oficina en Sao Paulo, es poco menos que milagroso. Hecho milagroso que rápidamente damos por amortizado, dejamos de valorarlo y pasamos a considerarlo “normal”, de suerte que si la comunicación falla por cualquier motivo empezamos a quejarnos amargamente de la compañía telefónica, de la cobertura que es inaceptable en ciertas zonas y, a poco que la situación se alargue, del gobierno.

¿Qué hacer ante situaciones de este tipo?

Para empezar, identificarla y aceptarla. No es el objeto de este artículo y nos desviaríamos demasiado pero lo cierto es que existen razones incluso de tipo evolutivo por las que estamos programados para compararnos con los demás y para sentirnos insatisfechos si esta comparación nos es desfavorable.

Una vez identificada, comprendida e incluso aceptada esta insatisfacción, hay dos formas de combatirla, una más estratégica y otra más táctica. Lo ideal sería pararnos a pensar en el valor absoluto de las cosas, apreciarlas y neutralizar vía pensamiento racional el impulso natural y muchas veces instintivo que nos hace sentirnos insatisfechos ante comparaciones desfavorables.

Si esto no funciona y vemos que no somos capaces de superar nuestra inclinación natural a establecer constantes comparaciones, entonces no queda otra que hacer de la necesidad virtud y contrarrestar nuestro malestar midiéndonos con la infinidad de personas que se encuentran en situaciones más desfavorecidas. Uno puede pensar lo que quiera del sistema público de salud en España, de sus listas de espera, del nivel de servicio… Una vuelta por el mundo, no necesariamente por los países más desfavorecidos, y ya se ve la Seguridad Social española de otra manera.

¿Cuántas veces hemos oído a gente que tras pasar por una situación traumática (un infarto o la muerte de un ser querido) dicen haber aprendido a disfrutar de las pequeñas cosas de la vida y a centrarse y valorar lo que “de verdad importa”?

En estos casos se trata de utilizar el valor relativo a nuestro favor, de ver el vaso medio lleno en vez de medio vacío.

El problema es que, a nivel profesional, la consecución de esta tranquilidad espiritual puede llevar aparejado un cierto acomodamiento, un aumento del conformismo, nos puede llevar a trabajar con menos pasión, a desistir en la autoexigencia y en la búsqueda de la excelencia. Puede, en definitiva, afectar a nuestra carrera, de forma que, como en el caso de la manta corta, lo que logramos por un lado lo perdemos por otro, lo que al final acabará por producir
insatisfacción de todas formas.

Cualquiera que observe a Cristiano Ronaldo un día en el que se queda sin marcar gol puede ver su nivel de ansiedad, haya ganado su equipo o no. Su autoexigencia es máxima, hasta el punto de que a pesar de tener poco que demostrar a estas alturas de su carrera, realmente sufre cuando no consigue su objetivo individual. Este es un claro ejemplo de cómo la insatisfacción a corto plazo y el inconformismo pueden llevar al éxito profesional, que cuando llegan los títulos y el reconocimiento personal se transforman otra vez en satisfacción.

La respuesta, como casi siempre, tiene que ver con alcanzar el punto de equilibrio idóneo entre la pasión por mejorar y sacrificarse al máximo por obtener los objetivos marcados y, al mismo tiempo, ser capaces de disfrutar del viaje y apreciar lo conseguido. Más fácil de decir que de hacer.

Siguiendo dentro del mundo del deporte, un ejemplo de este equilibrio tan difícil de conseguir lo ofrece Rafael Nadal. Cualquiera que lo siga mínimamente puede ver cómo su tremenda fortaleza mental le hace superarse una y otra vez, superar a rivales técnicamente más dotados que él. Se puede ver su concentración, sus ganas de ganar y su explosión de alegría cuando consigue un triunfo.

Hasta aquí nada que no hayamos visto en mayor o menor medida en otros deportistas de élite. Lo interesante de Nadal se aprecia en la derrota. Al verlo luchar parece que daría cualquier cosa por ganar, y probablemente mientras dura la pelea así es. Sin embargo, cuando pierde, lejos de estar abatido como uno esperaría tras verlo luchar con tanta ilusión por su objetivo, no es raro oírle decir: “he dado todo lo que tengo así que estoy tranquilo. Esto es un partido de tenis. Soy un privilegiado y no tengo nada de lo que quejarme. Los problemas reales son otros. Mañana estaré pescando en Mallorca y el próximo torneo lo volveré a intentar”.

Nadal es un curso de coaching en sí mismo. Esta es justo la respuesta a nuestro problema. Máxima autoexigencia a corto plazo. Jamás pérdida de perspectiva de la situación general. Ponerlo en práctica no siempre es sencillo. Pero con la adecuada disposición mental, práctica y disciplina se puede conseguir. La recompensa que nos aguarda es lo mejor de los dos mundos:

Máximo desempeño profesional y posibilidades de triunfo pero sin importarnos lo que hagan los demás, sin ansiedad ni miedo al fracaso (desde este punto de vista de hecho el fracaso no existe) y disfrutando del proceso. Nadie nos puede acusar de no perseguir objetivos ambiciosos. No por casualidad nuestro blog se llama La Teoría del Todo.

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