El Techo de Cristal

Laura era una profesional extraordinaria y más que capacitada para realizar su labor. Además de hablar inglés a la perfección, era bilingüe de alemán por haber estudiado toda la primaria y secundaria en el Colegio Alemán de Madrid. Tenía más de ocho años de experiencia en mercados financieros, la mayoría de los cuales en un banco de inversión americano de primer nivel en Londres. Era brillante hablando en público, conocía su trabajo y tenía grandes dotes comerciales.

Cuando cerramos una reunión para visitar al departamento financiero de una gran compañía alemana y discutir la situación de los mercados financieros y una potencial operación de mercado de capitales, sabíamos que enviando a Laura estábamos en buenas manos. De hecho, la decisión se tomó con total naturalidad. No era nada especial, entre otras cosas porque, como digo, Laura tenía ya mucha experiencia en este tipo de reuniones. En este caso concreto, aportábamos el extra de realizarla en alemán (no realmente necesario en el mundo de los mercados pero siempre atractivo desde el punto de vista comercial).

Mi sorpresa fue mayúscula cuando llamé al responsable de la relación con el cliente para preguntarle cómo había ido todo y, no sin cierta vergüenza por tener que ser él el mensajero, me dijo que el director financiero de la compañía estaba indignado porque le “habíamos enviado a una niña”. Que esperaba a alguien más senior y que decía mucho de lo que la compañía representaba para nosotros si le enviábamos a “alguien así”. Ni media palabra de la lectura de mercado de Laura ni de la calidad de la propuesta que le presentó.

No es el objeto de este post comentar cuál fue nuestra respuesta a la compañía (quizás más adelante lo hagamos). Me interesa ahora centrarme en Laura. Lo que no he comentado sobre ella, porque no tenía relación con su capacidad profesional, es que no debe llegar a 1.60 de altura, es delgada, guapa y con cara de niña, desde luego aparentaba muchos menos años de los 32 que tenía en aquel momento.

Estoy convencido de que si, con un nivel de capacitación similar, hubiéramos enviado a la reunión a Ramón, 33 años, con su voz de barítono, barba, 1,85 de altura y 90kg de peso, buen inglés pero nada de alemán y sin experiencia en banca de inversión americana, no habríamos tenido queja alguna por parte del cliente. Ahora me tocaba hablar con Laura, que estaba lógicamente indignada con la situación.

Cuando, hace muchos años ya, fui designado por primera vez como mentor de mujeres, decidí que debía desarrollar un modelo que sistematizara tanto el análisis de cada caso concreto como los planes de actuación individualizados.

Ante un tema tan amplio, opinable y controvertido, creía que, de no hacerlo así, corríamos el riesgo de acabar dando opiniones de tertulia de café o de clase de inglés para extranjeros (tipo “toros sí o toros no”), donde lo que se busca es un tema polémico para que la gente discuta y practique el idioma. De modo que, antes de contar cuál fue mi conversación con Laura cuando regresó a Madrid de la reunión, conviene que nos detengamos un momento a ver mi plan de actuación con cada una de las candidatas que me asignaban dentro del programa de mentoring de mujeres.

En la primera reunión con una mentoree (quien recibe el mentoring), lo primero que hago es preguntarle si cree que existe discriminación laboral con las mujeres de algún tipo o si, sin haber discriminación, las mujeres lo tienen más difícil, por las razones que sean, en el mercado laboral. Si la respuesta es “no”, no seguimos. En mi experiencia es prácticamente imposible llegar a ningún lado cuando la interesada no considera que exista problema alguno (lógicamente estas situaciones sólo se han producido alguna vez cuando las “clientes” me eran asignadas, no ahora que son ellas las que contactan conmigo).

Si la respuesta es “sí”, seguimos adelante. El siguiente paso es el análisis de competencias, tanto las puramente técnicas (hard skills) como las de relación (soft skills). Esta parte es importante porque al ser un tema tan complejo y con tantos matices, es fácil confundir unas cosas con otras. La precisión en el análisis de la situación es clave para no liarnos, no vaya a ser que la razón por la que no progresamos en la empresa no tenga que ver con el hecho de que seamos hombres o mujeres, sino con el de que no sabemos inglés o abrir Excel.

Si identificamos alguna debilidad en el aspecto competencial, pasamos a diseñar un plan para corregirlo y dejar ese frente cubierto. Aunque ha habido de todo, me he solido encontrar a más mujeres con déficits en la parte de soft skills que en la de hard skills.

Lo que me he encontrado más habitualmente han sido problemas de asertividad, de falta de dedicación a cultivar el networking, de esperar que se valore el trabajo sin venderlo, de no hablar de dinero, de no pedir aumento de sueldo o una promoción, de considerar que va a estar mal vista la ambición profesional. Algo que, siempre hablando en promedio, los hombres hacen constantemente sin despeinarse y a las mujeres les cuesta más. Igual que en el caso de las competencias técnicas, aquí implementamos planes de actuación concretos para los aspectos específicos a mejorar.

Hasta aquí el análisis de competencial y los planes de actuación individuales. Con este frente cubierto para asegurarnos de que no mezclamos churras con merinas, lo que queda ya es, ahora sí, el elefante en la habitación: el machismo puro y duro, que también debe ser analizado y desmenuzado por partes. Sobre todo, en dos grandes grupos: aquel sobre el que, aun reconociéndolo, no podemos actuar y aquel sobre el que sí podemos hacer algo.

Si, por ejemplo, para el hombre es más difícil socialmente dedicarse al cuidado de los hijos mientras que su mujer es la que triunfa profesionalmente y paga las facturas, es algo sobre lo que no podemos hacer demasiado a corto plazo, y menos de forma individual.

Si tanto en su familia como con sus amigos y conocidos nota esa presión, aunque ésta sea sutil o incluso inconsciente, lo más probable es que lo lleve mal y haga lo posible por evitar ese rol “poco masculino”. La sociedad evolucionará por donde tenga que evolucionar, pero, a nuestros efectos prácticos y de corto plazo (i.e. mejorar profesionalmente lo antes posible), esa no es nuestra guerra.

Sí lo es, por el contrario, eliminar de la ecuación todo lo que muchas veces se le presupone a la mujer, cosas como que el dinero o una promoción no son tan importantes (porque seguramente el “sueldo fuerte” es el del marido), que su nivel de compromiso nunca será el mismo que el de un hombre porque tiene que ocuparse de su familia, que no es tan agresiva o ambiciosa comercialmente como un hombre, ni tan asertiva, ni tan segura de sí misma en una reunión importante y probablemente llena de hombres,… Son este tipo de cuestiones sobre las que normalmente nos toca incidir más y preparar planes concretos de actuación.

Todo ello sin caer en la caricatura de llegar a ser una mujer aún más dura, machista e injusta que muchos de los hombres que sí lo son (muchas de mi compañeras me decían que lo último que querían era…¡una jefa!). Se trata de desarrollar la personalidad natural de cada persona, hombre o mujer, pero en igualdad de condiciones, sin competir con una mano atada a la espalda por falta de asertividad, de saber venderse o de pedir un aumento de sueldo sin complejos ni explicaciones innecesarias.

Y también conociendo las reglas del juego y sacándole partido a las cartas que nos han tocado. Ahora volvemos a Laura. El machismo del cliente alemán (“nos han enviado a una niña”), por más censurable que nos parezca, no es algo sobre lo que a nuestro nivel podamos influir a corto plazo. Ojalá en el futuro no queden clientes así, pero, de momento, es con el que nos toca lidiar. Esta fue mi conversación con Laura:

Laura: Me parece increíble que ese sea el feedback del cliente y que vosotros no me apoyéis. Totalmente impresentable.

Roberto: Sí te apoyaremos. Ahora te cuento cuál va a ser nuestra respuesta.

L: ¿Pero?

R: Pero creo que, aparte de eso, tenemos que ser listos y sacar alguna conclusión de lo que ha pasado que nos pueda ayudar en el futuro. No para este cliente sino en general.

L: ¿Como cuál? ¿Pedir perdón y que no se preocupen, que la próxima vez mandamos a un tío a la reunión?

R: No estoy diciendo eso.

L: ¿Entonces?

R: Aunque parezca una tontería, un cambio de imagen nos puede ayudar.

L: ¿Qué? ¿A qué te refieres? ¿Qué quieres que cambie de mi imagen?

R: No te sugiero nada que yo no lleve muchos años haciendo.

L: No te entiendo.

R: ¿Alguna vez te has parado a pensar en lo absurdos que son los trajes de hombre como prenda de vestir? ¿Sabes lo carísimos que son y lo poco que duran? ¿Crees que fuera del trabajo alguna vez me lo pondría aparte de bodas, comuniones o bautizos? ¿Y las corbatas? Las corbatas se llevan la palma. Pues me paso el día entero con corbata.

L: ¿Y?

R: ¿Te has fijado en que cuando voy ver a algún cliente inglés me “disfrazo” lo más posible de inglés de la City y me pongo mi traje de rayas, camisa blanca y corbata lisa y generalmente oscura? ¿Por qué crees que lo hago?

L: ¿Me tenía que haber disfrazado para ver al anormal ese? ¿Y de qué me tenía que haber disfrazado? ¿De tirolesa?

R: Creo que me estás entendiendo. Si en vez de en banca de inversión trabajara en una agencia de publicidad en California probablemente tendría que ir con gafas de pasta de colores y camisas de lunares. O fíjate en los “emprendedores”, que ahora proliferan tanto: chaqueta encima de una camiseta y zapatillas deportivas.

L: Yo no creo que venga mal vestida a trabajar.

R: Claro que no. No estoy diciendo eso. Pero tienes que ser consciente de tu imagen. Realmente pareces mucho más joven de lo que eres y, según como vistas, aún más. Eso en un negocio en el que parte de lo que se vende es la confianza que dan los años de experiencia.

L: Yo tengo esa experiencia y estoy tan capacitada como cualquiera.

R: Por supuesto, no estoy diciendo que no. Pero tienes que parecerlo. Contigo puede haber un prejuicio porque eres una mujer joven. Conmigo puede haberlo porque soy español, porque puedan pensar que me tiro dos horas para comer y luego me voy tarde a casa porque he estado perdiendo el tiempo en la máquina de café, siendo totalmente improductivo además de informal. Con mi traje de rayas, mi camisa blanca, y mi conversación sobre snooker, la última película de Churchill o las semifinales del 6 naciones, le estoy diciendo al inglés: “ojo con los topicazos, no te hagas líos, que igual sé más historia de Inglaterra que tú”. O, por no ser defensivo y ponerlo en positivo: “tranquilo, soy de los tuyos. Puedes confiar en mí. Podemos hacer negocios”. No es más que una táctica comercial muy antigua.

L: Vale, lo pillo. ¿Cuál es mi traje de rayas?

R: Pues tu traje de rayas son tacones para parecer más alta, traje de chaqueta de ejecutiva, cuanto más serio mejor, y, si te animas, el collar de perlas de tu abuela.

L: ¿Tengo que ir como Margaret Thatcher para que me vaya bien en el trabajo?

R: No, pero casi.

Obviamente, la forma de vestir es sólo un pequeño detalle de adaptación al medio para tratar de neutralizar los posibles prejuicios del interlocutor que tenemos enfrente o simplemente para causar una buena impresión dentro de los códigos no escritos de cada profesión.

Es evidente que lo relevante, lo que debería ser evaluado y tenido en cuenta es la calidad del trabajo, pero no se trata de cambiar el mundo a corto plazo. Si realmente queremos tener éxito tendremos que movernos entre el ser y el deber ser, sin perder nuestros principios y poniendo el acento en lo que de verdad importa. Pero, a la vez, sin fundamentalismos ni posiciones maximalistas que a los únicos que perjudicarían sería a nosotros mismos. A menudo es un equilibrio difícil de conseguir pero hay que intentarlo.

La carrera de Laura siguió hacia arriba, siguió viendo a muchos clientes importantes por toda Europa y volvió a visitar al cliente alemán, con quien consiguió cerrar una importante operación sólo dos años más tarde de la primera visita. No digo que fuera por el collar de perlas pero seguro que algo influyó en la decisión final.

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