Tengo un hijo de 14 años que, como cualquier adolescente de su edad, no es precisamente un “piece of cake”. Aunque debo decir que los he visto mil veces peores.
Porque, más allá de las desobediencias clásicas y las pequeñas rebeldías, es un chico muy sensible, muy cariñoso (aún me deja cogerle de la mano por la calle), muy curioso, muy observador y con muchas inquietudes muy profundas. Siempre se está cuestionando las cosas.
Hablamos mucho de todo. Y, cuando no discutimos por cualquier nimiedad cotidiana, me pregunta sin parar, me pide opinión, me cuenta la suya.
El hecho es que, últimamente, empieza a pensar en su futuro. Ya le está dando vueltas a las posibles opciones (letras vs. ciencias) que se presentan ante él. Y oscila entre lo sentimental y lo pragmático, mientras yo le explico que algunas opciones le harán más difícil pagar las facturas pero que, si sabiéndolo aún decide ir a por ellas, yo le apoyaré. Le repito una y otra vez que tenga claro/elija quién quiere ser/cómo quiere vivir y que sea coherente con esa idea de lo que espera de su vida. Más allá de eso, yo no tengo nada que decir, opinar, y mucho menos influir.
En este contexto, el otro día, tras unos minutos de silencio en los que me miraba en la distancia, me preguntó: “Mamá, ¿cuál es tu mayor logro? ¿Cuál es tu mayor éxito en la vida?”.
Sin dudarlo un segundo, y en contra de lo que él esperaba (algo del pelo de mi puesto, mi empresa de coaching, mi experiencia internacional, etc.), le respondí: “Tu hermana y tú.”
“Pero”, me respondió, “no entiendo. Ni ella ni yo hemos llegado a nada aún. No hemos conseguido nada. Ni siquiera somos los estudiantes ni los niños perfectos de la clase.”
Entonces le enseñé un mensaje suyo, bastante reciente, que tenía guardado en el móvil. Un mensaje en el que, desde una excursión con amigos montañeros, reflexionaba sobre la amistad, sobre la vida, sobre lo realmente importante, sobre los valores que yo siempre he intentado inculcarle.
Y, en ese largo mensaje fruto de un momento de introspección, me daba las gracias, me decía que me quería y me admiraba como a nadie, que estaba orgulloso de ser mi hijo y que siempre cuidaría de mí como yo siempre he cuidado y cuidaré de él.
“Este mensaje es una constatación de mi gran éxito. Tengo unos hijos que, ante todo y por encima de todo, son unas buenísimas personas. Unos hijos que, aún en edades en las que se tiende más a odiar a los padres que otra cosa, están profundamente unidos a mí, confían en mí, y me dicen alto y claro que lo he hecho bien, en lo único que realmente me importaba hacerlo bien.”
Creo que, hasta ese momento y a pesar de que yo soy siempre muy expresiva y clara, no se había dado cuenta del impacto que sus palabras, en aquel Whatsapp, habían tenido en mí. Pero en ese momento entendió que, haga lo que haga y aunque llegue (o no, para mí es irrelevante) a ser un gran director de cine o un gran escritor, mi mayor orgulloso siempre será su corazón noble y su amor sincero.
A menudo nos perdemos en exigencias, deseos y proyecciones varias a nuestros hijos. Queremos que sean los más listos, los más deportistas, los más internacionales, los más guapos, los más populares …Y todo eso está bien (siempre que no suponga una presión bestial para ellos y esos deseos no sean fruto de nuestras propias frustraciones). Pero nos olvidamos de lo más importante: que sean buenas personas, que sean felices y que se sientan realmente conectados a nosotros.
No dudo que habré hecho, hago y haré muchas cosas mal, porque los niños no vienen con un manual de instrucciones (y yo, de inicio, odio todos esos libros que nos dicen cómo educar y, querer a nuestros hijos, con cosas tan anti naturales como prohibirles que se metan en nuestras camas o que se coman unas galletas Príncipe).
Pero mi hijo adolescente me quiere, me admira y confía en mí.
Todo el resto de mis éxitos teóricos quedan muy por detrás de eso.