El efecto Dunning-Kruger

Aeropuerto Guarulhos, Sâo Paulo. Viernes, 6 de junio de 2014. A bordo del vuelo IB6824 con destino a Madrid.

Roberto: Otra semana más fuera de casa. Y ahora el fin de semana cansado y con el cambio horario. A veces me pregunto si compensa tanto viaje y tanto lío.

Beatriz: ¿Pero qué dices? ¿Cómo que si compensa? Una semana viendo inversores y compañías, cenas con el equipo local y con el tío ese de Itaú que es tan divertido, he conocido además Brasilia y Rio de Janeiro aunque haya sido con prisas y encima volamos en business. Me pienso ver tres películas. No sabes lo que dices. Ojalá todos los trabajos fueran así.

R: Bueno, pues no sé. Si está todo tan claro a lo mejor es que necesito un psicólogo.

B: Mejor un psiquiatra. Van más al grano y pierdes menos el tiempo.

R: Coño, Beatriz, te lo decía para que me dijeras que no, que es que estoy cansado y ya está.

B: Ah, perdona, es que a veces me tomo las cosas de forma literal.

 

Cuando a mediados de los años 90 entré en el departamento de análisis del entonces Santander Investment lo hice con mucha ilusión y con ganas de comerme el mundo. No sabía prácticamente nada sobre el que sería mi nuevo trabajo pero tuve la suerte de caer en un sitio realmente bueno. Tenía una jefa que era una eminencia en macroeconomía y unos compañeros que sabían mucho también. Recuerdo que me adapté muy rápidamente, ayudaba a todos buscando datos e información y, casi sin darme cuenta, me llegó la oportunidad de publicar mi primer informe (me acuerdo que era sobre el dato de inflación en el Reino Unido). A partir de ahí, empecé a publicar casi todas las semanas, a participar en las reuniones internas de mercados y a ver a mis primeros clientes.

Todo iba sobre ruedas. Mi confianza estaba por las nubes y un año más tarde me sentía Gordon Gekko en Wall Street. Lo sabía todo sobre los mercados (eso creía yo) y todos me escuchaban como si fuera el oráculo de Delfos (a saber lo que pensaban de mí en realidad).

Y entonces, un buen día, sucedió. Al ir aprendiendo más y más sobre la economía y los mercados financieros, de repente caí en la cuenta de que no tenía la menor idea de nada. Comprendí que tratar de predecir la cotización del dólar-euro durante los siguientes doce meses o el PIB alemán (encima con decimales) era un ejercicio absurdo en general, y no digamos para alguien como yo. ¿Cómo podía tener la caradura de decir que los tipos a 10 años estarían en tal o cual nivel dentro de un año con la cantidad de factores que afectan a los bonos, el 80% de ellos desconocidos en el momento de hacer la previsión? ¿En qué tipo de negocio estaba? ¿Por qué la gente compra, vende, opina y apuesta con esa seguridad?

Mi confianza se desplomó por completo. No me atrevía a abrir la boca y mucho menos a publicar. Me sentía un impostor que iba a ser descubierto en cualquier momento. Y lo peor es que no se lo podía decir a nadie. Yo era lo que podríamos llamar una joven promesa, estaba subiendo rápido y nadie entendería la movida psicológica que me estaba afectando. Tampoco me atrevía a decírselo a mis amigos ni a mi familia. Tenían una imagen de mí (o eso al menos creía yo) que no quería que perdieran. Me sentí realmente muy solo, muy perdido y muy angustiado. Apreté los dientes y seguí con el trabajo como pude intentando que no se me notara pero a costa de pasarlo bastante mal.

Pasaron los meses y poco a poco comencé a entender que en realidad nadie espera que se acierte con las previsiones de forma literal, que todos los trabajos, incluyendo el mío en aquel momento, tienen su parte de oficio. Entendí cuál es la verdadera función de los analistas (más información que predicción) así como el papel de los participantes en el negocio, desde los emisores de acciones o bonos hasta los inversores y bancos de inversión.

Cuando uno empieza a comprender de verdad lo que no sabe nunca puede llegar a los niveles de confianza del principio, basada sobre todo en el desconocimiento, pero sí a un nivel aceptable y más sostenible para seguir adelante.

Mi sorpresa fue mayúscula cuando, años más tarde y por casualidad, descubrí que esta experiencia que acabo de describir no era en absoluto original. Lo que yo creía algo personal y único resultó ser algo relativamente común que experimentan muchas personas: se llama el efecto Dunning-Kruger y describe milimétricamente todas las fases por las que yo pasé.

Lo que hubiera dado cuando transitaba por el “valle de la desesperanza” por que alguien me hubiera enseñado este gráfico. Habría comprendido la situación mucho antes, me habría sentido mucho menos solo y me habría ahorrado unas cuantas noches de insomnio. Pero no, yo tenía que poder con todo y nadie debía conocer mis dudas. Mi pretendida imagen de seguridad y aplomo estaba en juego.

Esto no es lo que parece. Aunque evidentemente la moraleja de esta pequeña confesión es que realmente deberíamos tratar de obtener ayuda cuando nos enfrentemos a una situación de este tipo o parecida, no estoy tratando de vender nuestros servicios de coaching/mentoring. O no necesariamente. Lo importante es consultar con alguien de confianza, quien sea.

Es bastante probable que lo que nos pasa a nosotros le haya pasado a mucha gente antes, por más únicos y especiales que nos guste sentirnos. Se puede ahorrar mucho tiempo y muchos dolores de cabeza. Y puede ayudar a encauzar de forma adecuada nuestra carrera profesional (ahora que han pasado tantos años puedo decir tranquilamente que en los peores momentos pensé en dejarlo).

Obviamente siempre nos puede tocar una Beatriz que nos mande al psiquiatra a las primeras de cambio, pero esa es otra cuestión. Ella distingue muy bien cuando hay un problema de verdad de cuando alguien está buscando sencillamente una palmadita en la espalda, que era mi caso en aquel avión de Iberia. Y, fiel a su estilo, no me siguió el juego ni me dejó autocompadecerme ni un segundo. Eso también es coaching.

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