“Maravilla la rapidez con que los países se recuperan de la devastación. Un enemigo pasa por un país a sangre y fuego, sus habitantes se arruinan y, sin embargo, pocos años después, todo vuelve a estar más o menos como antes”.
John Stuart Miller (1806-1873)
Dicen que un pesimista es un optimista bien informado. Beatriz dice que a veces soy pesimista. Es difícil que uno se pueda ver a sí mismo con objetividad. Yo creo que no lo soy pero cuando leo tantos artículos por todas partes hablando de lo diferente que va a ser todo cuando la pesadilla en la que nos encontramos actualmente termine, tengo que reconocer que soy bastante escéptico.
Después de un siglo XX que tuvo que padecer dos de los totalitarismos más extremos de la historia, vemos que hoy todavía existen partidos y países comunistas (a pesar de los 100 millones de muertos y aberraciones de todo tipo) y partidos nazis (a pesar de la salvajada llamada Solución Final y el resto de horrores del nazismo). Los extremos se tocan.
Si tomamos el ejemplo de la economía, a mí me ha tocado ver en primera persona la fuerte demanda de nuevas emisiones de bonos rusos y argentinos poco tiempo después de sus respectivos defaults. He visto a los mercados subir endiablados durante años poco tiempo después de la crisis dot.com y del desgraciado 11-S. Y, en fin, acabamos de poner fin (o un paréntesis) al enésimo rally alcista de los mercados tras el Armagedón financiero de 2008.
Yo creo que cuando esto termine, la vida seguirá como la canción de Julio Iglesias. No digo que a nivel geopolítico la historia no siga su curso (pobre Fukuyama) y que este episodio no sirva para salpimentonar e incluso acelerar la nueva guerra fría, esta vez con China como antagonista del “mundo libre”, que por otra parte ya estaba en marcha antes de todo esto. O que la Unión Europea nos muestre si es merecedora de tal nombre ahora que su resistencia se está poniendo verdaderamente a prueba.
No obstante, a nivel individual mi opinión es que en cuanto podamos volver a salir a la calle, aquellos que puedan retomarán incluso con más fuerza que antes su vida anterior. La gente volverá al fútbol, a los restaurantes, a las vacaciones y, en cuanto la economía se recupere y el desempleo vuelva a los niveles previos al confinamiento (algo que más tarde o más temprano acabará pasando), volveremos sin más a nuestra vida y preocupaciones anteriores. Y, por descontado, los mercados volverán a subir hasta el nuevo episodio de destrucción creativa. Vamos, lo de siempre.
No creo que salgamos mejores personas ni más solidarios ni más sabios. Como cada vez que baja la marea, lo único que está pasando ahora es que se está viendo quién está desnudo y quién no. Las buenas personas, la gente decente e incluso heroica se está haciendo notar y está saliendo de su tradicional anonimato. Y los perversos, malintencionados y trepas de todo pelaje también están quedando retratados. Como estos últimos suelen hacer normalmente más ruido que los primeros, al menos reconforta el recordatorio de que existe un enorme número de personas que merecen la pena y dan lo mejor de sí mismos en circunstancias extremas como las actuales.
Dicho todo esto, hay un pequeño deseo personal que me tiene inquieto últimamente y que de algún modo contradice a mi yo racional: en la era pre-encierro, cuando iba a desayunar a mi cafetería, siempre que podía intentaba evitar la franja 8.30-9.00. Esa es la hora en la que desayuna una señora relativamente mayor que parece literalmente sacada del sketch de las empanadillas de Martes y Trece.
Tanto si habla por el móvil como con otra cliente habitual que se sienta en otra mesa, siempre lo hace literalmente a gritos. No digo que una cafetería tenga que ser una biblioteca pero este es un caso especial. Si está ella es muy difícil, no ya leer el periódico o un libro como me gusta a mí en el desayuno, sino simplemente mantener una conversación normal con alguien.
Obviamente, sé muchas cosas de esta señora, no por interés ni porque ponga la oreja sino porque es imposible no saberlo: sé que trabaja en una casa cerca de la cafetería, los horarios y gustos de su jefe, cómo le va a sus hijas, que le gusta mucho la fabada, que tenía pensado ir con su familia a Guadalix a la matanza del cerdo…
Pues bien, estos días me he sorprendido pensando en esta señora. Comprendiendo que, aunque stricto sensu se pueda considerar una maleducada por hablar a gritos en un bar, lo hace sin la más mínima mala intención. Dándome cuenta de que si me detengo un minuto a pensar en lo que dice y no sólo a quejarme porque no me deja leer, es evidente que se trata de una buena persona para la que la vida seguramente no ha sido nada fácil. Y para acabar de rizar el rizo: me he sorprendido deseando de corazón que no le haya pasado nada, que esté pasando el confinamiento tranquila con su familia y que podamos volver a vernos y a escucharnos (bueno, más bien yo a ella) lo antes posible.
Cuando podamos retomar nuestra vida normal y pueda por fin volver a mi cafetería, lo voy a hacer a las 8.30, deseoso de escuchar hasta el más mínimo detalle de cómo ha pasado el encierro. Y si me atrevo, me acercaré y le daré un abrazo.