“I’m not a prick. You are. No judging”.
Melvin Udall.
Uno de los primeros y más importantes pasos para solucionar un problema es identificarlo. Si ni siquiera somos conscientes de su existencia, difícilmente podremos determinar las medidas necesarias para intentar cambiar las cosas.
Es frecuente encontrar a gente que, cuando habla de sus defectos, oscila entre las virtudes encubiertas (soy demasiado sincero; confío demasiado en los demás; me exijo demasiado a mí mismo) y los pecados, digamos, veniales (soy muy despistado; a veces me puede la impaciencia).
Es raro que alguien, hablando de sí mismo, y no digamos si es en el contexto de una entrevista de trabajo, diga cosas como soy tremendamente egoísta; tiendo a ser muy envidioso y no lo puedo evitar; soy bastante vago y perezoso; me puede la soberbia y la vanidad; puedo llegar a ser muy mezquino e incluso cruel…
Con ocasión de los recién finalizados Juegos Olímpicos de Tokyo 2020, el diario deportivo Marca le hizo un cuestionario cerrado a distintos atletas de la delegación española. Una de las preguntas era: ¿Qué defecto no has conseguido corregir? Veamos si las respuestas confirman nuestra teoría:
- Saúl Craviotto. Piragüismo: “me gusta tenerlo todo muy controlado y a veces hay que relajarse un poco”.
- Adriana Cerezo. Taekowndo: “ser demasiado cabezota”.
- Javier Gómez-Noya. Triatlón: “quizá a veces tendría que tener un poco más de confianza en mí mismo”.
- Carlos Llavador. Esgrima: “todavía me queda por trabajar la rabia. Soy bastante rabioso”.
- Ion Izaguirre. Ciclismo: “alguno que otro, tampoco sé decirte. Son unas preguntas muy difíciles…”.
- Mavi García. Ciclismo: “soy muy despistada”.
- Damián Quintero. Karate: “cabezón”.
- Leonor Rodríguez. Baloncesto: “impaciencia”.
- Jordi Xammar. Vela: “perder la cartera”.
- Sandra Sánchez. Karate: “la mala leche”.
Sin tirar la casa por la ventana, los que más se aproximan a verdaderos defectos son Sandra Sánchez y Carlos Llavador (mala leche y rabia). Luego hay tres defectillos menores (perder la cartera, impaciencia, despiste), una ciclista que ni siquiera responde (qué pregunta tan difícil) y el resto virtudes más o menos encubiertas: debería tener más confianza en mí mismo (soy tan humilde a pesar de ser un máquina total…); cabezón/cabezota (cuando me propongo algo lo consigo); demasiado controlador (o sea, no se me escapa una y soy súper fiable).
La verdad es que cualquiera haría lo mismo. Es preguntar por nuestros defectos lo que es impertinente. No tiene sentido estar en una entrevista de trabajo, que nos pregunten por nuestros defectos (en realidad dirían “áreas de mejora” o similar) y esperar que respondamos que somos bastante racistas y un poco mezquinos. Lo aconsejable es lo que hacen los atletas olímpicos, sobre todo los que en realidad responden con virtudes.
Si al entrevistador le molesta o no se cree que uno de mis mayores defectos es que me exijo demasiado a mí mismo y por tanto se lo exijo a los demás o que soy demasiado sincero y eso me ha traído problemas a veces, que no hubiera preguntado. Contra el vicio de preguntar la virtud de responder lo que a uno le da la gana.
Hasta aquí nada que objetar. El problema viene cuando los engañados somos nosotros mismos. Como siempre decimos, ninguno de nosotros somos o dejamos de ser algo en valor absoluto. Todos somos algo egoístas, algo envidiosos, algo soberbios, algo generosos, algo altruistas, algo humildes, algo arrogantes,…
Y a veces somos algo por la mañana y lo contrario por la tarde. Lo que importa no es tanto ser o no ser cuanto los niveles, cuán lejos o cerca estamos de un nivel de equilibrio o al menos razonable. De hecho, defectos como la vanidad (creerse el mejor un minuto antes de salir a hablar en público), la envidia (para hacer ese último esfuerzo y que no te gane tu principal competidor) o el egoísmo (en momentos puntuales de competencia extrema y descarnada) nos pueden ser útiles de forma temporal y en las dosis adecuadas.
No tenemos por qué compartirlo con nadie, pero si nos conocemos a nosotros mismos y somos conscientes de un defecto de los “malos” podremos trabajar para al menos controlarlos. Y éste es el quid de la cuestión: dicen que los imbéciles y los muertos son iguales en una cosa: ellos no saben que lo son/están pero el resto del mundo, sí.
Seguramente ninguno nos consideramos racistas o unos absolutos botarates, por ejemplo. Y, sin embargo, podríamos serlo y sufrir las consecuencias tanto a nivel personal como profesional sin ni siquiera saber qué sucede.
Para establecer el diagnóstico hace falta ayuda. El problema es que una opinión externa, por certera que pueda llegar a ser, puede ser difícil de asumir. Puede ser contraproducente y que el sujeto en cuestión no sólo no reconozca absolutamente nada sino que incluso se ponga a la defensiva.
Diríamos que en estos casos el mentoring no estaría especialmente recomendado (lo estaría para establecer un plan de actuación una vez realizado el análisis previo). Sería el coaching, con preguntas dirigidas pero sin dar opiniones ni consejos (como la matrona socrática), la forma de ayudarnos a darnos cuenta de algunas cosas a mejorar de las que ni siquiera somos conscientes.
Melvin Udall (Jack Nicholson) realiza un diagnóstico claro, conciso y directo del “problema” de Bryan, el manager del restaurante: you are a prick. No parece la mejor forma de establecer las bases de una futura colaboración entre ambos. Beatriz se habría tomado un café con él, le habría hecho unas cuantas preguntas y al final el bueno de Bryan habría llegado a la misma conclusión él solo.