Cuando en los años 90 publiqué mis primeros análisis económicos y de mercado, estaba aterrado. Yo ponía todo el interés del mundo pero me daba miedo no estar a la altura. ¿Quién querría leer algo mío teniendo a su disposición los informes de los grandes bancos de inversión americanos y europeos?
Mi jefa, una de las economistas más prestigiosas de España, trataba de tranquilizarme: “no te preocupes, que no estás operando a nadie ni pilotando un avión. Si sale mal no se va a morir nadie, aparte de que aquí estoy yo para revisar todo antes de que se publique”.
La verdad es que algo sí me tranquilizó. Efectivamente, a veces tendemos a creer que todo el mundo está pendiente de lo que hacemos. Hacerme ver que, en el fondo, lo que escribiera no tendría especial trascendencia (desde luego ninguna vida dependía de ello) contribuyó algo a reducir mi ansiedad, aun a costa de dejarme el orgullo algo tocado.
Pero no era suficiente. Yo seguía queriendo estar a la altura, entre otras cosas para ganarme el respeto de mi jefa y de mis compañeros analistas con más experiencia. Aparte de publicar informes y acudir a mis primeras reuniones con inversores institucionales, una de mis funciones era leer todo lo que cayera en mis manos e intentar darle ideas a mi jefa. Recuerdo pasarme horas haciendo gráficos, buscando correlaciones entre distintas variables económicas y financieras, tratando de encontrar alguna buena idea para ella.
Mi jefa acudía todos los meses a una reunión de un grupo de economistas de prestigio en la que cada uno de ellos exponía un tema que luego debatían entre sí. En una de esas ocasiones acudió a la reunión con una idea que le había dado yo, y al volver ¡me dijo que había sido el éxito de la reunión de ese mes!
Por supuesto, a mí no se me hizo la más mínima mención en la reunión y el mérito fue al 100% para mi jefa pero en ese momento eso era lo que menos me podía importar en el mundo. Lo realmente importante es que ahí cambió todo para mí. Si los prebostes de la economía nacional habían aplaudido una idea mía pensando que era de mi jefa, significaba que yo podía hacerlo tan bien como cualquiera.
Yo no era ni mejor ni peor analista antes o después de la reunión. Pero sí era una persona totalmente nueva a efectos de confianza en mí mismo y en mi trabajo. Todos necesitamos o hemos necesitado ese punto de inflexión que nos ha hecho creer en nuestras posibilidades. Desde el punto de vista de la gestión de equipos, la labor del responsable es la de forzar la situación si el ansiado momento no se presenta por sí solo de forma natural.
Como botón de muestra, comentaré el caso de Pablo, un analista de nuestro equipo en Sao Paulo al que trajimos a Madrid y pasamos al equipo de ventas. Lo hicimos porque a su probada capacidad de análisis unía un gran potencial comercial. Para él representaba una gran oportunidad de carrera.
Como sucede en cualquier compañía del sector real entre los departamentos de producción y distribución, la relación entre los vendedores en banca de inversión y los traders tiene su miga. Por más que trabajen para la misma plataforma con un objetivo común, no es raro que en el día a día se lleven como el perro y el gato. Nada especial. Es hasta un signo de buena salud del negocio que, mientras no se sobrepasen ciertos límites y las fuerzas estén equilibradas, exista cierta tensión sana entre ellos.
El problema es que Pablo no sacaba todo su potencial. Estaba intimidado. No había equilibrio en la correlación de fuerzas. No se atrevía a “enfrentarse” a los traders por miedo, entre otras cosas, a quedar en evidencia en un mundo nuevo para él. Por miedo a fallar en público.
Después de no pocas charlas con él, veía que hacía falta algo más. Algo que lo obligara a salir del círculo vicioso en el que se encontraba. Así que forcé la máquina: “Pablo, que sepas que tu bonus de este año no va a depender de tus resultados. Quiero escuchar al menos dos broncas con los traders a la semana de aquí a final de año. Si las escucho, tendrás bonus. Si no, nada de nada”.
Este es un caso en el que la persona necesita un apoyo externo e incluso incómodo para él para progresar, en el que por sí solo no lo habría conseguido. Había que tirarlo a la piscina sin flotador, no para que aprendiera a nadar sino para que se convenciera de que sabía nadar perfectamente y de que mejoraría aun más con la práctica diaria.
Yo tenía la esperanza de que no se produjeran las dos broncas semanales entre Pablo y los traders, entre otras cosas porque se acabaría por descubrir el pastel y probablemente me habría costado caro a mí personalmente.
Y funcionó. Tuvo una o dos peloteras pero nada más. El cambio interno de confianza en sí mismo hizo que ya no hiciera falta más, aparte de que los traders también aprendieron a respetarle.
La carrera de Pablo despegó a partir de ese momento. Después de su etapa en el Santander fue contratado por un banco de inversión americano y, por lo que se dice en los mentideros del mercado, parece que el año pasado, ya como responsable de ventas de mercados emergentes, tuvo uno de los bonuses más altos de la City londinense (en banca de inversión la retribución variable puede ser mucho mayor que el salario fijo).
A Pablo no hubo que enseñarle nada relacionado con su trabajo. Lo único que hubo que hacer es forzarle a darse cuenta de que lo podía hacer muy bien, de que sabía nadar perfectamente aunque él creyera que se ahogaría en la piscina.
Igual que la labor del director de un hospital no es entrar en el quirófano a operar, la labor del responsable de un departamento en una empresa no es necesariamente hacer las labores de sus subordinados, circunstancia que, por desgracia, se produce con demasiada frecuencia. Exagerando, aunque no tanto, es como si Zidane aún se creyera jugador y tratara de hacer la labor de Ronaldo.
La labor del manager es diseñar la estrategia, formar el mejor equipo posible y, a partir de ahí, hacer fundamentalmente dos cosas: 1) conseguir medios para que el equipo pueda trabajar en las mejores condiciones y 2) parar la presión que pueda venir tanto de los estamentos superiores de la empresa como de otros departamentos. Sólo con eso ya tiene más del 50% del trabajo hecho.
El otro 50% es conseguir motivar a todos a luchar en pos de un objetivo común y ayudar a que cada miembro del equipo tenga confianza y crea en sus posibilidades. Muchos jefes creen que si “sólo” hicieran eso sobrarían y por eso tratan de “brillar” ellos en vez de brillar a través de sus subordinados y colaboradores. No pueden estar más equivocados. Quizá por ello sea tan común toparse con jefes que bloquean las posibilidades de desarrollo de sus equipos, algo por lo que todos, el jefe el primero, salen perdiendo.
Finalmente, el responsable del equipo debe convencerse de que menos es más, de que si no va a sumar al menos no reste (por ejemplo, pidiendo datos constantemente para sus reuniones internas o montando reuniones innecesarias sólo para rellenar su agenda).
En un mundo cada vez más complejo a nivel de gestión como el actual, donde cada vez abundan más las estructuras matriciales, a menudo en diferentes países, la gestión por influencia cobra una importancia capital para la primera parte de la ecuación, desde obtener recursos económicos para remunerar al equipo hasta conseguir una promoción o un determinado reconocimiento.
Nos ocuparemos de la gestión por influencia en el próximo post pero el mensaje de éste es claro: confía en ti y sabrás cómo vivir (Goethe).