Caminar bajo la lluvia

El otro día alguien me contaba un caso de auténtico mobbing en el trabajo. Una mujer valiosa y estupenda a quien sus compañeros de trabajo y una jefa insegura (“if you want to be smarter, hang around someone stupider”, el clásico de siempre) habían robado la autoestima y la confianza en sí  misma. Se deshacía en un mar de lágrimas, como una niña indefensa, mientras me relataba los desplantes y desprecios de su entorno laboral.

Tuve que sobreponerme a mi reacción inicial de rabia (combustión) y deseo de venganza (aun cuando la dama en cuestión no es amiga mía, ni conozco a las personas implicadas) y recordar que soy coach.

Pues bien, tras respirar profundamente y dedicarme a pensar 2 (eternos) minutos con la cabeza fría, me di cuenta de que lo que ella necesitaba no era tanto mi protección, mi catana simbólica o mi hombro, sino respaldo y empoderamiento. Sí, de nuevo esa palabra algo odiosa de esta jerga (además de ser un anglicismo de esos que desesperan a los más puristas de nuestra lengua).

Necesitaba que le recordara que no hace daño el que quiere, sino el que puede. Y que eso sólo dependía de ella. Somos cada uno de nosotros los que decidimos a quién entregar esas armas que podrían herirnos de verdad (como rezan esos versos tan bonitos sobre el enamoramiento) o con quién mostrar nuestra vulnerabilidad. Y cabe esperar que seamos especialmente selectivos a la hora de dar ese gran paso (si es que decidimos hacerlo). Desde luego, en el trabajo a nadie (vuelvo a quitarme la gorra de coach y a dar opinión personal categórica).

Necesitaba que le hiciera ver que, por mucho que nos guste la sinceridad y la transparencia; por mucho que creamos en el valor de un diálogo honesto respecto a nuestros sentimientos y apelando a una supuesta empatía del otro etc. el mundo de la empresa (en su caso, una multinacional de renombre) no funciona así.

Vivimos en un constante juegos de roles que tiende al equilibrio (ej. si asumimos el papel de víctima, el de en frente asumirá el de verdugo),  donde la imagen lo es casi todo. Por mucho que nos (me) cueste admitirlo.

Y mostrar flaqueza es, desgraciadamente, un imán para hienas, buitres y demás.

Hace muchos años, cuando trabajaba en M&A en Londres (ambiente competitivo y agresivo como el que más), tuve un jefe maravilloso. Dulce y  sensible (y, para que vamos a engañarnos, algo flojito). Él era “mi gran esperanza blanca”, pues pensaba que si alguien como S. había llegado tan lejos era que la bondad no estaba reñida con el éxito.

Nota aclaratoria: En aquella época  mezclaba churras con merinas y creo que realmente no entendía bien ninguno de esos conceptos.

Cuando lo echaron de mala manera, pasándole de un continente a otro (con mudanza de mujer y 3 churrumbeles incluida) y despidiéndole gratis apalancándose en un nuevo contrato, se me cayó el alma a los pies. Ya no había excepciones, ni lugar para los buenazos en el mundo corporativo. Huelga decir que entré en una “crisis existencial” que no viene al caso en este momento.

El hecho es que tras el shock, el enfado, la decepción, las dudas… tuve que replantearme mis creencias y mi propio approach al mundo laboral.

Y entender que la bondad no tiene nada que ver con el buenismo, o con la debilidad, o con la falta de táctica, estrategia, política y mano izquierda (ni el éxito con trabajar 20h al día en la city, por cierto). Mucho menos con perdernos el respeto a nosotros mismos, permitiendo que otros lo hagan.

Se puede ser una gran persona y no dejarse pisar/doblegar/maltratar/menospreciar/ignorar jamás por nadie, bajo ninguna circunstancia. Tan fácil como eso.

Y si el león que llevamos dentro no nos sale de forma natural, podemos fingirlo. Comernos las lágrimas (o guardarlas para casa) y dientes. Siempre dientes. Hasta que de tanto representar nuestro papel de Terminator (o Beatrix/Umma Thruman en “Kill Bill”), nos lo creamos de verdad (sin caer en la esquizofrenia, claro).

Como nota final, me gustaría aclarar algo. Después de S. he tenido muchos jefes de diferentes sabores y colores. Y si hoy escribo esto convencida es porque alguno de ellos me enseñó que no hace falta “dejarse el alma en el armario”, como me recomendaban los más cínicos o de vuelta de todo. Sólo protegerla de los agresores que no están dentro de nuestro círculo de confianza, mientras la ponemos por entero al servicio de quienes sí lo están.

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