Temas inconclusos. La necesidad de cerrar ciclos, pasar páginas, superar rencores y remordimientos. Son muchas las personas que sienten que no han dicho todo lo que tenían que decir, que se han quedado con algo dentro, que no han resuelto conflictos, relaciones de todo tipo, y asuntos varios. Y cuando eso no se hace en el momento, los silencios y los arrepentimientos por acción y/u omisión se arrastran como una losa, como una piedra más que metemos en esa mochila interminable que cargamos a nuestras espaldas desde que nos hacemos adultos y perdemos la sabiduría innata de los niños.
Y, según pasa el tiempo, cada vez nos parece más absurdo y menos oportuno afrontar aquéllos asuntos, hablar con aquéllas personas, aclarar aquéllas situaciones. Pero ello no hace que pierdan importancia ni peso en lo que a nosotros respecta.
Y toca “limpiar”. Vaciar, descargar, soltar lastre. Para tener higiene mental, para poder seguir adelante, ligero, sin pseudo-traumas (y lo pongo así porque creo que la palabra “trauma”, como “depresión”, se banaliza demasiado, se utiliza con demasiada ligereza, restándole importancia a lo que realmente son y conllevan para los que los sufren).
Para ello hace falta, una vez más, ser valiente, y sobreponerse al qué dirán, a nuestras expectativas respecto a la reacción de otras personas, que podrían encontrar este movimiento tan inesperado como inexplicable (tal vez para ellos no existe ningún issue que resolver, o incluso puede que no nos hayan dedicado un pensamiento en muchos años). E incluso sobreponerse a las potenciales consecuencias de nuestro paso decidido hacia adelante (aunque aparentemente pudiera parecer un retorno al pasado).
No sólo para mal (siempre nos ponemos en lo peor: que nos manden al carajo, que haya una bronca monumental, que nos desprecien, que nos vuelvan a hacer daño, que nos alteremos o suframos, o que nuestra sinceridad rompa definitivamente nuestra relación con alguien) sino incluso para bien. Es decir, que aquella persona reciba nuestra verdad con los brazos abiertos, y decida seguir (o volver a ) formar parte de nuestras vidas de alguna manera.
Para todo eso hay que estar preparado antes de tomar la decisión de quitar ese esparadrapo que ya huele, mirar la herida que aún hay debajo (tal vez el estado en que la encontremos sea realmente peor del que nos hemos querido creer que tenía) y echarle un buen chorro de agua oxigenada, aunque escueza.
Las heridas se curan al aire. Eso es algo que me decía mi madre desde pequeña, razón por la cual siempre he evitado las tiritas en todos los sentidos. Y las que he puesto por auténtica supervivencia a corto plazo (dolor inaguantable, y no me refiero al físico, para el que tengo una enorme resistencia), las he arrancado de un tirón en un brevísimo plazo de tiempo. Es decir, cuando había pasado el momento crítico, que nunca me he prohibido (llorar a moco tendido y aceptar, reconocer y vivir mi tristeza), pero que tampoco me he permitido extender más allá de lo “razonable” (salud mental).
Pues eso. Airear las heridas hasta que se curen, hasta que cicatricen (tiempo y mucha honestidad con uno mismo y con los demás son la receta de curación), y un día caerá la costra, y la piel que quede estará mucho más limpia. Será piel nueva.
Será por eso, y no por razones inconscientes y siniestras (de la interpretación de los sueños, sobre la que he leído mucho, escribiré un día), que últimamente sueño mucho con serpientes? Puede que yo, como ellas, también esté mudando la piel…