Alto y claro

A pesar de haberlo escuchado en miles de foros, nunca me había parado a pensar en el término “asertividad”. La R.A.E define a la persona asertiva como aquélla que “expresa su opinión de manera firme”. Y, en muchos artículos y charlas (destinados, especialmente, al colectivo femenino en el entorno laboral) se considera la asertividad como aquella “habilidad social que nos permite defender los derechos de cada uno sin agredir ni ser agredido”.

El hecho es que (y esto no es nada científico) alguien me dijo ayer mismo que mis constantes anginas y padecimientos de garganta son el producto de todo lo que no digo.

Y lo curioso es que yo siempre me he tenido por alguien que no se callaba las cosas… Pero no es cierto. Me callo muchísimas cosas. Soy una gran mentirosa por omisión de la verdad.

Y las que me callo son precisamente las más importantes, las que tienen que ver con lo que yo realmente necesito, con lo que realmente quiero. Las que implican pedir algo.

Porque pedir parece que es algo muy malo. Pedir es de egoístas. Hay que dar, dar siempre (en todos los ámbitos de nuestra vida) y no esperar nada a cambio. No vaya a ser que nos creamos con algún tipo de derecho a merecer no sé qué. Qué horror, qué pecado, qué atrevimiento, qué insolencia. Pero, ¿quién te has creído que eres?

Así nos lo enseñaban las monjas. Así  nos lo han grabado a fuego a las mujeres durante generaciones.

Y así es como surgen los pequeños y grandes precios que pagamos para: tener la fiesta en paz, no dar problemas ni ser una carga, resultar atractivas, ser aceptadas y “queridas”, no ser juzgadas, no ser abandonadas, …

Lo terrible de todo esto es que no estoy sola, ni soy la única.

Aun cuando en los últimos años hemos visto avances significativos (en términos generales, porque sigue habiendo tremendas y extremas excepciones en diferentes lugares del mundo), aún existen muchas mujeres en el mundo occidental y desarrollado que no son asertivas en alguna parcela de su vida. Si lo son en el trabajo, no lo son en sus vidas personales. Y viceversa. Porque la ley de compensación, que también está marcada en su inconsciente, les recuerda que al menos en algún entorno deben ser dulces, generosas, “femeninas”  y “fáciles”. Si no lo son con su jefe, al menos que lo sean con su pareja, con sus amigos, con su familia, con su entorno social.

Y llega un momento en el que ni saben lo que son, ni lo que quieren. Ni donde acaban los otros ni donde empiezan ellas.

Nos da vergüenza pedir y, por tanto, no estamos preparadas para recibir (la ley de la atracción, tampoco nada científica, pero en la que creo ciegamente).

Recibir lo que de pleno derecho es nuestro y nos merecemos. Ese ascenso, ese reconocimiento, ese elogio público. Pero también ( y esto incluso nos resulta más vergonzoso de admitir) esos mimos, esos cuidados, esos detalles que tan importantes son en el día a día. En este caso, además, no sólo tememos que nos consideren egoístas, sobradas, ambiciosas, engreídas… como en el caso del trabajo. Sino también ñoñas, débiles o frágiles, lo que a muchas nos resulta aún más insultante. Y a cultivar anginas como pelotas de baseball.

Pero reflexionando ayer sobre todo esto, y tras varias sesiones de coaching en las que me he topado de una u otra manera con este tema, me he dado cuenta de que el camino del silencio, del fingir, de tragar con algo que no nos llena, no es viable a largo plazo.

No hay vida en plenitud, ni vida alineada con nuestros valores, ni vida auténtica en resumen, si somos incapaces de articular nuestros deseos y continuamos intentando agradar a toda costa y plegarnos constantemente a las necesidades, deseos y expectativas de los demás. A lo que no sé quién dijo que “debe ser”.

En mi caso, y teniendo en cuenta que mi propósito de vida incluye verbos como apasionarse y creer, es simplemente imposible.

La pasión y la ilusión son totalmente incompatibles con la renuncia, el conformismo, el miedo y la mentira que suponen callar que es lo que yo realmente anhelo. Mi naturaleza entusiasta no puede convivir por mucho tiempo con esa especie de resignación cristiana, porque corro el riesgo de convertirme en lo que no soy (una persona de intensidad media, descafeinada y monocorde), y de meterme en una armadura fría e impenetrable de la que ya nunca podré salir yo, ni podrá sacarme nadie.

Y, realmente, no es tan complicado. Sólo hay que decir “lo que yo quiero, necesito y merezco realmente es….”. Y estar dispuesto a asumir las consecuencias de esas palabras sin un atisbo de esa maldita culpa que también forma parte de nuestro ADN. Porque habrá muchos a quienes no les guste lo que tengamos que decir, e incluso muchos que podrían sentirse sorprendidos y hasta decepcionados con nuestras “aspiraciones”. Pero eso da igual, porque una vez dado ese gran paso, seremos más libres. Y la libertad, como dijo Voltaire, es poder.

Escríbenos

Por qué esperar si podemos empezar ya. Escríbenos y te contestaremos tan pronto como sea posible.